Descartes fue el primero en plantear la existencia del “Yo” con su frase “Pienso luego existo” ¿Qué soy yo? Se pregunta. Y se lo pregunta porque en la experiencia común el “Yo” no se identifica sin más con el cuerpo. El “Yo” cartesiano se concibe a sí mismo como un espíritu, o una razón:
No admito nada que no sea cierto; soy por lo tanto una cosa que piensa, una mente, un alma, un intelecto, o una razón, un significado que antes me era desconocido. Soy, en consecuencia, una cosa cierta y existente. Pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho, una cosa que piensa.»
Al levantarnos cada mañana el “Yo” se despierta unido a la consciencia. Vuelven los recuerdos, los planes y nos convertimos en “Yo”. La impresión es que dentro nuestro se esconde el “Yo”, que recibe las sensaciones, toma todas las decisiones, recapacita, planifica, aprueba o rechaza.
David Hume dijo: “Cuando entro más íntimamente en lo que llamo mí mismo siempre tropiezo con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. No puedo nunca verme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar nada excepto la percepción. Cuando desaparecen mis percepciones, como cuando estoy profundamente dormido, soy insensible a mí mismo y puede decirse que no existo. No hay pruebas de la existencia de algo permanente en nosotros mismos. Todo, biológicamente hablando, es efímero y perecedero.
Según las neurociencias el “Yo” es el fruto de la actividad cerebral. Cuando se producen lesiones cerebrales graves o la ingesta de drogas, pueden existir cambios en la personalidad. Se tiende a pensar que una persona es la misma porque tiene el mismo cuerpo. Pero si usted despertara un día en otro cuerpo ¿dejaría de creer que es la misma persona? Descartes creía que la mente y el cuerpo eran reinos distintos. Creía que el cuerpo no tenía que ver con la identidad personal, sino que la sustancia mental era constitutiva del “Yo” esencial. Pero: ¿existe es esa esencia? ¿O son sólo experiencias sumadas y ninguna en sí es constitutiva? Existen varios criterios de identidad personal. Cada persona sabe que va pasando el tiempo pero siente que es la misma persona pese a los cambios. Pero ¿cuál es el sujeto y cómo lo afectan los cambios en sus propiedades psicológicas?
El siguiente ejemplo intenta demostrar lo complejo qué es determinar la identidad cuando se producen cambios significativos.
El barco de Teseo. Teseo liberó a Atenas de Creta. El barco que lo condujo fue conservado durante siglos. Pero el tiempo lo fue desgastando, y según envejecían sus tablas, eran cambiadas por maderas nuevas ¿Era la misma nave cuando dejó de tener sus piezas iniciales? Si los atenienses hubieran conservado las partes retiradas y se hubieran empleado en construir un segundo barco, ¿Cuál sería la nave original de Teseo?
Supongamos que con el avance de las neurociencias a una persona se le pudiera trasplantar el cerebro a otro cuerpo. Esa persona seguiría pensando que es la misma, pero los que la conocieron con su cuerpo original no tendrían la misma seguridad. Un caso distinto sería si se pudieran trasplantar los dos hemisferios cerebrales a dos cuerpos distintos. Según las experiencias realizadas al cortar el cuerpo calloso que une a los hemisferios cerebrales, pareciera que la personalidad se divide en dos. Entonces ¿Cuál de los gemelos sería “Yo”?
Criterios de identidad personal. En términos generales los conceptos aplicables al mundo tienden a coincidir entre lo objetivo y lo subjetivo, aunque existan variantes personales según los puntos de vista. Pero el concepto de identidad personal generaría confusión en los terceros para determinar “quién es quién” si ambos gemelos alegaran ser el sujeto que eran antes de la operación. Si bien los terceros aceptan los cambios producidos en el cuerpo de una persona por el transcurso del tiempo, en este caso no tendrían elementos precisos para la identificación.
El criterio principal que lleva a aceptar la existencia del “Yo” subjetivo, tiene que ver con la memoria. Sólo el que vivió los sucesos recuerda los detalles de lo que le ocurrió a lo largo del tiempo. Pero ciertos cambios en la personalidad pueden cuestionar la continuidad de una persona.
El caso de Phineas Gage. Era un joven norteamericano que sufrió un accidente en 1848. Era un empleado fiable, eficiente, capaz y trabajador, hasta que una barra de hierro atravesó su lóbulo frontal. Sobrevivió, pero se convirtió en alguien impulsivo, que elegía opciones riesgosas, y desestimaba las consecuencias de sus acciones. La lesión frontal no le impedía saber lo que estaba bien o mal, pero le hacía elegir la menos conveniente. Tenía miopía del futuro al decidir, privilegiaba la recompensa inmediata, aun con repercusiones negativas a futuro. Un mes después de su operación, Gage ya paseaba por la ciudad, pero esa persona eficiente, capaz y equilibrada, ahora era impulsivo, grosero, y agresivo. Su personalidad había cambiado por completo. Todos pensaban que ya no era la misma persona.
El individuo sano tiene una relación integrada y normal con el mundo. Sus relaciones con el mundo y con otras personas están en un equilibrio delicado y ese equilibrio se mantiene de manera automática e inconsciente. No somos conscientes de él hasta que es violentado.
En 1923, el psiquiatra francés Capgras describió el caso de Madame M., una mujer que se quejaba que impostores habían sustituido a su marido y a sus hijos. Los habían asesinado y sustituido por otros. Sosia es una persona que se parece tanto a otra que es confundida con ella. El nombre proviene de la mitología griega, La palabra procede de Sosias, personaje de la comedia Anfitrión. El síndrome de Capgras está generado por la pérdida de la conexión de la zona cerebral de reconocimiento de caras, que le da significación emocional a los estímulos sensoriales. El paciente reconoce las caras, pero no son familiares para él, por lo que supone que son impostores o dobles.
Al margen de las patologías podemos afirmar que la memoria es la que nos permite afirmar que somos la misma persona “pase lo que pase” y es la que otorga el “sentido de sí mismo”. Además la persona actúa por razones y no en forma casual. Es capaz de actuar racionalmente y de hacerse responsable por sus actos. Si alguien puede administrar su tiempo y planear algo que luego ejecutará, es porque ese mismo “Yo” se encargará de hacerlo. Las memorias de todas las experiencias son muy importantes para la creación y mantenimiento del “Yo”. Nuestra identidad es la suma de nuestros recuerdos, pero esos recuerdos se modifican por el contexto en el que se producen y, a veces, simplemente son fábulas.
Con otras palabras: no podemos fiarnos completamente de ellos, de manera que el propio “Yo” queda en medio de la polémica. Por otra parte, sin un sentido del “Yo” los recuerdos no tendrían ningún sentido y, sin embargo, ese “Yo” es un producto de nuestros recuerdos.
Dos tipos de “Yo”. Existe la consciencia normal que solemos tener cuando estamos despiertos, y otra que nos permite acceder a una especie de “segunda realidad”, algo místico que genera la sensación de trascendencia. Ambas consciencias son antagónicas. La conciencia lógica depende de estructuras cerebrales más modernas, mientras que la consciencia límbica deriva de estructuras más antiguas del cerebro emocional.
El “Yo”, como construcción cerebral, no tiene una localización exacta en el cerebro y es posible que existan distintos tipos de consciencia. Sus límites no son fijos y los experimentos muestran su fragilidad. Se atribuye al “Yo” racional la mayor parte de la actividad cerebral, cuando en realidad es una instancia tardía en comparación con el inconsciente que gobierna la mayor parte, al servicio de la supervivencia.
Que el “Yo” no sea nuestro propio enemigo. No somos plenamente conscientes de las conductas que tenemos y que juegan en contra, ni sabemos llegar a la raíz de sus causas. Muchas veces nuestra visión es la que termina siendo la peor consejera. Sabemos lo que queremos lograr, pero no hacemos nada para conseguirlo, o lo que es peor, terminamos haciendo lo contrario y nos convencemos de que lo otro no era para nosotros.
Existe el miedo a obtener lo que deseamos, por no saber luego qué hacer con ello y también hay enojos que arrastramos con nosotros mismos.
Esto se proyecta a todo lo que encaramos. Más de una vez culpamos a otros por situaciones que nos pasan, cuando somos los causantes. Volcamos enojos antiguos a situaciones actuales que llevan a perpetuar círculos viciosos. No tienen que ver ni las circunstancias ni las personas que nos rodean, son nuestros propios fantasmas que terminan truncando los proyectos. Debemos distinguir esos enojos para evitar que tengamos que revivirlos a diario y que se transformen en conductas impropias. Mientras sigamos aferrados a creencias que se nutren de inseguridades, nunca vamos a poder hacer una lectura completa de la realidad y dispararemos actitudes defensivas frente a todo lo que no se encuadre.
Cuando el “Yo” es nuestro enemigo no nos permite elaborar planes ni tampoco concretar nuestras metas. El no poder alcanzar una mirada introspectiva frente a las conductas negativas, alimenta la idea de que un contexto hostil tiene la responsabilidad de que las cosas no salgan.
Esta manera de percibir hace que nuestra conducta sea poco permeable al cambio. Todo esto agota e implica un desgaste sostenido de la energía, porque no somos capaces de fijarnos límites. Si la manera de vincularnos siempre termina en conflicto, nos vemos atados a un patrón de conducta que impide que podamos fomentar lazos estables. Nadie decide transformarse en su enemigo, ni tampoco es simple enfrentar las consecuencias. Por eso, es importante trabajar sobre uno mismo, necesitamos aprender a ver qué queremos y cómo lograrlo. A veces intentamos modificar situaciones en las cuales no tenemos control, en lugar de intentar cambiar lo que sí se puede. Debemos reconocer lo que no nos gusta de nosotros para que no trabe lo que anhelamos. Como dijo Jung quien mira hacia fuera sueña, pero quien mira hacia adentro despierta.
El demonio de la perversidad. Es la tendencia a hacer el mal, son impulsos autodestructivos que obligan a hacer cosas por el mismo motivo que no deberían hacerse. La combatividad concierne al bienestar, la perversidad genera lo contrario. Así surge el deseo loco de torturar, el impulso crece hasta un ansia incontrolable que se convierte en agresión. Perpetramos acciones porque sentimos que no debemos hacerlas. No hay inteligencia, es como una instigación del demonio. El peligro es que cuando aparecen crece la posibilidad de que pase. La voluntad es dominada por la pulsión. El riesgo aumenta en situaciones de estrés «Hay cierto alivio en que pase lo peor, para dejar de preocuparnos«.
Instinto De Muerte: Para Freud, el instinto de muerte es una tendencia innata a la destrucción que compite con el instinto de vida. Impulsos que alteran la conducta y que se evidencian a través de actos fallidos o lapsus linguales. Se gasta energía en reprimir, evitando pensamientos asociados a la muerte o a la enfermedad. Se producen más errores cuando uno quiere evitar algo, porque se hace más presente: se imagina primero, aparece el impulso y el cerebro le da rienda suelta a la pulsión. Concentrarse demasiado en no errar lleva a equivocarse. Nos entrenarnos para hacerlo peor.
Cerebros distintos. Es posible educar al “Yo” para que desafíe los pensamientos destructivos y caminos trillados, que sepa generar mejores alternativas. No es posible progresar haciendo más de lo mismo, resistiendo al cambio y conviviendo con los problemas.
El pensamiento lateral no consiste en hacerlo mejor, sino de otro modo. Elude la cárcel de las ideas dominantes, patrones de un pensamiento vertical que marcan el recorrido. Hay que transgredirlas rompiendo las reglas. Para Freud “la herejía de una época es la ortodoxia de la otra”.
Un loco es un loco hasta que tiene éxito, entonces es un genio. Una vez generada la idea nos parece increíble no haberla pensado antes, pues ahora el camino es muy simple. El pensamiento lateral no sigue patrones lógicos, avanza sobre nuevos territorios saltando por encima del círculo de comodidad y aceptando desafíos. Necesitamos inventar nuestro “Yo” creativo, desarrollando a los gigantes dormidos del cerebro que sólo funcionan al 10% de su capacidad. El verdadero sentido de educar es desarrollar el potencial del “Yo” que traemos al nacer.
Dr. Horacio Krell. CEO de Ilvem, mail de contacto [email protected]