Cuando éramos una especie que vivía en las sabanas africanas, desarrollamos un especial sentido de la alerta negativa, amplificada y orientada a la supervivencia: nos llamaba la atención cualquier ruido extraño, cualquier silencio inesperado o cualquier silueta que pudiera parecer un león amenazante. Estamos genéticamente predispuestos para magnificar los estímulos negativos. Por ello, sorprendentemente, en la era del silicio, todavía prestamos mucha más atención a las malas noticias que a las buenas. Por este motivo nos interesa más todo aquello que puede ser nocivo que lo que puede inducir optimismo. Por eso consumimos de forma masiva noticias dramáticas. Por ello, la prensa nos inyecta cada día, en portada y de forma destacada, miles de eventos negativos: accidentes, desastres naturales, hambre, o guerras. Y por eso tenemos permanentemente esa sensación de colapso como sociedad y como civilización, de que nada funciona y todo irá a peor.
Pero si somos capaces de alzar la mirada y contemplar, no los titulares de los diarios de hoy, sino la evolución de la humanidad en un lapso de varias décadas, las evidencias son abrumadoras: estamos progresando positivamente de forma exponencial. Desgraciadamente, no todos, pero sí en media. En cien años, la esperanza de vida se ha doblado, la renta per cápita a nivel global se ha multiplicado por tres, y la mortalidad infantil se ha reducido en un 90%. El precio de los alimentos básicos ha caído a sólo el 10% de lo que valían, comparativamente, hace 100 años. El coste de la electricidad se ha reducido 20 veces, el del transporte, 100 veces, y el de las comunicaciones, 1000 veces. En los países desarrollados, hoy, incluso el 99% de los ciudadanos por debajo de los umbrales de pobreza tiene acceso a electricidad y agua potable, el 95% disponen de televisión, y el 88% de teléfono móvil. Aunque no lo parezca, nos encaminamos hacia un mundo de abundancia.
Esta es la esperanzadora tesis del libro Abundance, de Peter Diamandis y Steven Kotler. Acabamos de pasar la frontera de los 7.000 millones de habitantes en el mundo. El 66% de los cuales estará conectado a internet hacia el 2020. 3000 millones de personas se añadirán a la conversación global en los próximos 5 años, con toda la fuerza creativa, el talento y las oportunidades que ello conlleva. Hoy, un adolescente africano, con un móvil en las manos tiene acceso libre a GPS, vídeo de alta definición, una librería infinita, clases online, juegos y, incluso, conferencias internacionales vía Skype. Tiene más acceso a información que el presidente Reagan en los 80. Disponemos, o dispondremos en breve de memoria y capacidad de cálculo prácticamente ilimitada a coste cero, de información y educación prácticamente infinita a coste cero.
Y es que el mundo, de forma imperceptible, pero vertiginosa, está siendo impulsado por un desarrollo tecnológico exponencial. No sólo están emergiendo tecnologías que tienen rendimientos crecientes y acelerados, sino que todas están llegando a la vez. Se está produciendo una convergencia tecnológica nunca vista antes: la sensorización total (el internet de las cosas), la robótica, la biología sintética, la inteligencia artificial, o los nuevos materiales cambiarán el mundo a mejor, de forma absolutamente impensable. Y lo harán en pocos años. ¡Seamos optimistas! Tenemos que dejar de pensar en el futuro en una forma lineal y local. Tenemos que pensar de forma exponencial y global
En 1870, el aluminio era un metal más escaso que el oro. Sólo personajes exóticos, como el rey de Siam, podían permitirse el lujo de disponer de cubiertos de aluminio. Sin embargo, el aluminio se encuentra presente en un 8% de los componentes de la corteza terrestre. Teníamos millones de toneladas de aluminio a nuestros pies. Pero hasta que en 1886 los químicos Hall y Héroult no descubrieron el proceso de síntesis del aluminio a partir de la bauxita mediante electrólisis, la humanidad no pudo disponer de este recurso. Y es que la escasez es contextual. La tecnología es una gran fuerza liberadora de recursos.
Por ello podemos pensar que, en un mundo donde el 70% de la superficie terrestre es agua (eso si, el 97% de ella, salada), sólo es necesario profundizar en el proceso de desalinización para proveer a la humanidad de agua dulce. En un planeta que recibe anualmente radiación solar equivalente a 5000 millones de veces el consumo mundial de energía, sólo es cuestión de tiempo (y de inversión en tecnología), que liberemos el mundo de sus necesidades energéticas. En pocos años, cada individuo estará rodeado de miles de sensores. Cada dispositivo manufacturado estará sensorizado y conectado a internet, por lo que sólo será necesario consultar Google cuando perdamos las llaves de casa. Cada persona tendrá su genética decodificada, y podrá planificar cuidadosamente su salud. Los accidentes de tráfico serán sólo un recuerdo, en un entorno de movilidad autónoma guiada por inteligencia artificial. Y la biología sintética permitirá desarrollar organismos generadores de combustible o eliminadores de todo tipo de residuo orgánico o inorgánico. Bajando los planos de la nube de internet a través de su smartphone, un agricultor en una estepa remota podrá imprimir una silla de diseño, una llave inglesa o recambios de los filtros del motor de su tractor. El hijo del mismo agricultor podrá seguir cursos gratuitos on-line de las mejores universidades del mundo, o consultar especialistas médicos mediante apps específicas de telemedicina. Y nada mejor que la educación y la sanidad para liberar al mundo de la presión demográfica. Desmintiendo a Malthus, las sociedades con mayor acceso a educación y sanidad, son aquellas que tienen un crecimiento demográfico más equilibrado.
El poder transformador y liberador de recursos de la tecnología nos permite vislumbrar un mundo de abundancia. Es una terrible paradoja de que en un mundo de tecnologías exponenciales continuemos sufriendo grandes crisis económicas, y, aún, que salgamos de las mismas con mayores desigualdades. Seamos optimistas. Tenemos que cambiar el «mindset» (la mentalidad), ser positivistas y concentrarnos en lo que realmente puede liberarnos y definir radicalmente un futuro sin escaseces: la ciencia y la tecnología al servicio de las necesidades del ser humano