En una esquina porteña, en la que por la costumbre de la multitud apresurada, me había convertido en un molinete de subte, esperaba. No sabía quien llegaría; supuestamente, un compañero de trabajo para contribuir juntos con la burocracia. Sin embargo, y por la virtud grandiosa de lo incierto, cuando la corriente de aire espeso no me alcanzaba para borrar esa nostalgia que se anidaba en mi esternón, lo vi a él, a un hombre que a pesar de ser no vidente parecía saber con actitud y convicción hacia donde se dirigía. Me acerqué para que me ayude, para que me deje caminar a su lado, entrelazar nuestros brazos e integrar nuestras almas. Palpó la mariposa que cuelga de mi pulsera, detectó mis uñas y mi cabello largos, y me dijo que tenía mucha energía. Creo que olvidé que alguien iba a ir por mí a esa esquina, y me quedé con Daniel haciendo trueques de abrazos, pidiéndole que me enseñe a no ser discapacitada, muy a pesar de tener sanos mis cinco sentidos. Desde entonces aprendí a querer la vida con los ojos cerrados, y a disfrutar de ese silencio que Daniel dice cada vez que nos encontramos a oler un café, o a presentir la llegada de una tormenta por el olor húmedo que expiran los árboles. Nos encanta caminar por Plaza Lavalle y detenernos allí donde se escucha más nítido el canto de un pájaro que parece reclamar a su mamá, o cuando pasamos por un puesto de flores y nos llenamos el olfato de fresias. Me enseña así a diario cuánto necesitaba tener un amigo, alguien que fuera cómplice y vidente de las imágenes que yo traslado a mis poesías, alguien que fuese un “ser viviente” que entendiera desde que lugar inmanente y profundo vivía yo hablándole a unos cuantos trozos de papel, y que dolor añejo me había encontrado con la literatura. Imprimí cuentos en braille, y él me contactó con un montón de amigos que ven como él. Que miran como él. Y el mundo se hizo amplio, la rutina se salió del casillero rígido y, aunque debí pedirle perdón a ese compañero que finalmente llego a la esquina donde lo esperaba, pude serle franca y decirle que sin buscar el remedio de mi nostalgia, sin pretender encontrar sobre esas baldosas ninguna cura para mis carencias, había alguien que me había derretido algo macizo que estaba adentro mío solidificado en estatua, y me había regresado a la capacidad primigenia de mi ser espontáneo, esa que era cuando todavía no me había atravesado esta realidad mundana y esta indiferencia volviéndome discapacitada sin diagnóstico visible. Ahora estoy preparada para recorrer las calles viviendo, para trabajar y saber que, mientras lo hago, puedo latir en cada paso, puedo ofrecerle un trueque de silencios a alguien que no puede hablar, y hasta proponerme entender a quien parece que no puede explicarse, o pincharle saludablemente la mirada a quien no puede oír, y darle una mano entrelazada en mi condición de humana cuando mi compañero de vida no puede caminar. ¡Cuánto más grave es ser discapacitado en facilitar la integración social!, ¡cuál carencia de sentido es más invalidante que la de vivir sin sentido! A veces tengo nostalgia, y me levanto por mí y recuerdo a Daniel, porque se que a esa hora él está caminando por la zona de Tribunales, pidiendo solemnemente que se haga por fin justicia.
* Gisela Mancuso. Abogada, redactora, escritora, ganadora de numerosos concursos literarios. [email protected]