Ya Peter Drucker nos dejó imprescindibles reflexiones en torno a la productividad en la economía del conocimiento y la innovación: se trata, sí, de una seria asignatura pendiente, y no sólo en nuestro país. Encaramos el reto de hacer más productivo el capital humano atesorado por los trabajadores y directivos; un capital que se nutre día a día. Cada empresa es única, pero hemos de observar si de verdad los directivos catalizan, o quizá inhiben, consciente o inconscientemente, el despliegue del potencial de los trabajadores.
Hace un par de años, un empresario de una pequeña empresa me preguntó en Madrid a qué llamaba yo economía del conocimiento, e informalmente le vine a decir que era aquella en que el subordinado sabía más que el jefe. Creo que no le gustó mucho mi respuesta tal como la formulé, pero sigo pensando hoy que la knowledge economy obliga a los trabajadores al aprendizaje permanente en su área técnica, y que obliga a los gestores a estar muy atentos al mercado y al futuro, mientras catalizan la mejor expresión del capital humano que les rodea. El reto es hacer más productivo el saber atesorado.
Desde luego que se trata de un tema altamente complejo, y que cada organización es única; pero no menos contundente resulta la necesidad de mejorar nuestras cotas nacionales de productividad y competitividad. Numerosos expertos han desplegado ya reflexiones al respecto, y no cabe preterirlas; pero tal vez sí cabría insistir en el potencial de los trabajadores. El punto de partida de lo que sigue es algo en lo que seguramente convenimos todos: nuestro capital humano no se aprovecha debidamente y la productividad se halla por ello atorada.
Creo que la productividad deseada no puede alcanzarse sin un cambio real, y debidamente orientado, en los elementos culturales de la relación laboral, dentro de cada empresa y en el conjunto del mundo empresarial. Así como el taylorismo no daba más de sí y los experimentos de Hawthorne hicieron emerger factores motivacionales, los intentos de mejorar hoy la productividad individual y colectiva apuntan, por una parte, al idóneo cultivo de la profesionalidad, y chocan, por otra parte, con el statu quo relacional entre directivos y trabajadores. La distancia jerárquica entre unos y otros debería ser revisada en la economía del conocimiento, en busca de un pleno despliegue del capital humano, cada día más preciso.
Mientras se imponga la doctrina de algunos de nuestros expertos nacionales del management (“el jefe-líder es aquel que sabe extraer lo mejor de sus colaboradores”, “el jefe-líder es el que consigue que sus colaboradores quieran hacer lo que han de hacer”, etc.), puede que los trabajadores reclamen calladamente para sí el mérito que se les parece hurtar. Creo que a ellos corresponde la decisión y el esfuerzo de dar lo mejor de sí mismos —al margen, o a pesar, de su jefe—, e igualmente corresponde el dominio de su voluntad y su profesionalidad.
En todo caso y aunque quepan lecturas diferentes, diferentes, presuponer que los trabajadores no desean hacer lo que han de hacer, viene en cierto modo a recordarnos la teoría X de Douglas McGregor: una visión de tiempos lejanos, tiempos que creíamos superados. No parece que hayamos evolucionado de la teoría X a la teoría Y, sino más bien a una cierta teoría X bis. Someto por ello al lector la necesidad de brincar, de dar un salto cuántico cultural, orientado a la teoría Y; de acometer con autenticidad la innovación en la propia gestión del personal experto.
En un documento de las Fuerzas Armadas de EEUU fechado en Washington el 15 de septiembre de 1953 y referido a la evolución del papel de los ejecutivos (lo encontré años atrás en Internet), se decía que los tiempos estaban cambiando en las empresas y se atribuía a Clarence Francis, chairman de General Foods, la siguiente frase: “Hace 40 años —decía entonces este ejecutivo— prevalecía la idea de que lo que era bueno para el negocio era bueno para las personas, pero lo que ahora prevalece —recuérdese que el documento es de 1953— es la idea de que lo que es bueno para las personas es bueno para el negocio”.
Francis, que luego fue asesor del presidente Eisenhower, dijo otras cosas que conviene recordar: “Uno puede comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un número determinado de movimientos musculares por hora; pero no se compra su entusiasmo, ni se compra su lealtad, ni se compra la devoción de sus corazones: eso hay que ganárselo”.
Si por entonces se deseaba contar con la energía psíquica de las personas, creo que hoy más aún; pero quizá el irrenunciable culto al ego de muchos directivos, o la personalidad singular de cada uno de ellos, inhibe esta energía en sensible grado, la contiene, la traduce a emociones negativas. Hay directivos con quienes da gusto trabajar y les debemos un homenaje; pero admitamos que hay asimismo otros cuya personalidad se ha visto tal vez trastornada por el estrés, la ansiedad, la presión, la diferencia entre lo que se aparenta y lo que se es, la carga de responsabilidad… La relación con ellos puede resultar altamente desagradable, desalentadora, para los trabajadores.
A menudo se percibe como de primerísima prioridad, en no pocas instituciones, la defensa de su statu quo, de los privilegios de los privilegiados, de la plena autoridad jerárquica, de la impunidad de sus abusos; no sorprende —si vale traer un ejemplo de otro ámbito— que hubiera que esperar cerca de 20 siglos para insistir en que la Tierra no era el centro del universo, todavía algunos siglos más para que la jerarquía católica lo aceptara, y aún más tiempo para que un Papa pidiera disculpas por lo de Galileo. No sorprenden los corporativismos, ni sorprenden los cinismos corporativos, ni sorprende la contundente defensa del statu quo; pero el hecho es que la mejora de la productividad se halla atascada, atorada, bloqueada en las las empresas, y aun se diría que éstas no desean eliminar las barreras existentes.
Modelos mentales, modelos de gestión
Los modelos mentales de muchos empresarios y directivos, su forma de ver las cosas, sitúan al trabajador como un mero recurso humano, que debe agradecimiento a la empresa por haber sido contratado, y que ha de pagar el pato si las decisiones de la Alta Dirección se muestran equivocadas. Un modelo mental posible, pero hay otros a considerar. También puede verse al trabajador como individuo que porta y aporta —en su caso y si le dejan— conocimiento, inteligencia y creatividad, imprescindibles en la economía emergente del saber y el innovar.
Poco hay más estimulante para un trabajador —seguimos pensando en el trabajador del conocimiento, aprendedor permanente, que cultiva el desarrollo profesional en su campo técnico— que saberse contribuyente a éxitos colectivos mediante sus aportes personales; pero son muchas las empresas que parecen dejar decisiones y logros para sus directivos, y que demandan a los trabajadores sobre todo obediencia, por muy expertos que sean. A menudo constituye todavía la sumisión un cardinal valor de los trabajadores para sus empresas, aunque éstas prefieran hablar de “compromiso”. El hecho es que la productividad no mejora, ni se encara el toro por los cuernos para conseguirlo, ni es seguro que quepa relacionar esta situación con la normativa laboral existente en nuestro país, cuya reforma se ha emprendido recientemente.
Se diría que, frente al cultivo de la dirección por instrucciones, del supuesto liderazgo, y del uso (en ocasiones impune abuso) de la autoridad —especie de teoría X de nuestros días—, habríamos de desplegar una nueva teoría Y que, como también señalaba McGregor, apuntara al mejor aprovechamiento del capital humano y a la expectativa de resultados. Puede que haya trabajadores que prefieran seguir instrucciones e inhibir su responsabilidad, pero hay otros muchos —quizá los más adheridos al lifelong learning— que desean asumir protagonismo tras los resultados esperados: alcanzar metas. Éste sería el perfil a cultivar; no el de empleado sumiso, o el de mero seguidor de un supuesto líder, sino el de trabajador que protagoniza su trabajo. Quizá habríamos de sustituir los muchos seminarios de liderazgo y seguidismo por otros de refuerzo de la profesionalidad para todos.
En los años 90 había numerosas grandes y medianas empresas en supuesto cambio cultural, pero los cambios eran muy diversos, y a menudo vinculados al movimiento de la reingeniería de procesos. Algunas plantillas se redujeron a modo de anorexia corporativa, incluso hasta casi la décima parte —Standard Eléctrica en manos de Miguel Canalejo, por ejemplo—, y esto puede relacionarse, en bastantes casos, con el avance de las tecnologías; pero lo cierto es que hemos dejado atrás cosas valiosas. Por ejemplo, antes la calidad significaba cero defectos o larga vida del producto sin fallos, y ahora uno puede comprar un electrodoméstico con flamante sello de calidad, recibirlo ya con fallos cuando te lo sirven, y seguir descubriendo fallos luego; o comprar en el supermercado supermercado unos mejillones con el sello de calidad, y optar por no volver a hacerlo.
Déjenme insistir en lo del cambio cultural. Algunas de las liturgias y doctrinas orquestadas ya en las empresas en el escenario finisecular, traían efectos muy cuestionables: el individuo parecía ser más evaluado por su acatamiento de la religión empresarial, que por su efectividad y profesionalidad. Parecía que se hablaba de sinergia y alineamiento, pero pienso que se practicaba la alienación.
Creo que tenía razón Juan Luis Arsuaga, nuestro conocido paleoantropólogo, cuando hablaba del liderazgo manipulador. Lo que yo recuerdo es que, a modo de sumo pontífice, el primer ejecutivo proclamaba en las empresas los mandamientos, incluidas las virtudes, los valores… Se hablaba, por ejemplo, de orientación al cliente, aunque lo que más cundía al trabajador era orientarse al presidente, al jefe… Sin apenas nueces, había mucho ruido en no pocos casos.
Hoy estas religiones empresariales deben tal vez generar pudor o compunción a quienes las defendían, pero seguimos sin cultivar la profesionalidad en las empresas, tras las cotas de productividad y competitividad supuestamente perseguidas. Se diría que la formación continua es necesaria, pero con el límite de no saber más que el jefe. Aquel —diría yo, siempre sin deseo de generalizar— que se atreva a saber más que su jefe, será sometido a observación. Ante estas situaciones, el trabajador más prudente opta por inhibir recursos, incluida la creatividad, mientras el más osado genera quizá conflictos en vano. Desde luego, hay también empresas sanas y aun excelentes, en que se cataliza ciertamente la expresión del capital humano.
Hay en verdad bastantes empresas inteligentes que no incurren en la obsesiva neutralización de los méritos del trabajador, mientras que, en algunas otras, el área de Formación se apropia de una excesiva parte del mérito de todo lo que sabe y aprende el trabajador, el área de Calidad se apropia de una excesiva parte del mérito por todo lo que hace bien el trabajador, el jefe se apropia de una excesiva parte del mérito por los resultados que consigue el trabajador… Bueno, para ser más objetivo, quizá esto último, lo del jefe, puede ser menos probable. Creo que hay jefes así, pero tal vez son minoría.
En determinadas empresas, parece que el trabajador ha de sentirse ya muy satisfecho con un puesto de trabajo módicamente retribuido; con que, con el tiempo, le hagan fijo; con que coticen regularmente a la Seguridad Social por él y le paguen cada mes, incluso con retraso; con tener un jefe-líder que le lidere; no sé si también con el papel de chivo expiatorio por las decisiones erróneas que toma la Dirección… ¿Podemos pedir aprendizaje permanente y mayor productividad a este trabajador?
Tendríamos que desterrar, sí, ciertos modelos de liderazgo y seguidismo, en beneficio de la profesionalidad. Hay empresas en que un individuo con perfil profesional, íntegro, amante de las cosas bien hechas, constituye un obstáculo a eliminar, una referencia molesta. La mediocridad militante se organiza para acabar con él él o ella. También tendríamos que reducir el cultivo de la autoridad incontestable, para abrir paso al “capital humano”, que no es término sinónimo de “recursos humanos” sino, si acaso, de “recursos de los seres humanos”. Las empresas son soberanas para elegir entre la obediencia y la inteligencia de sus personas, pero optar por lo primero puede resultar negativo para la productividad, aunque resulte positivo para el statu quo. Puedo estar equivocado, pero el lector me permitirá decir lo que pienso para alentar el debate.
Qué hacer, qué no hacer
¿Cómo desatorar, pues, la productividad en la economía del saber y el innovar? Aun en el caso de que mis reflexiones anteriores resulten de recibo, la respuesta no debería ser de este consultor, sino de cada organización, en caso de que desee desatorarla. Puede que haya en verdad empresas deseosas de hacerlo, aunque haya otras que prefieran dejar las cosas cono están; pero no se puede mejorar la contribución del capital humano, si al mismo tiempo inhibimos o sofocamos la iniciativa, la creatividad, la integridad, el aprendido saber hacer de las personas. No, no se puede tratar al personal como meros recursos temporales de carne y hueso, de modesta dignidad, y a la vez pedirle compromiso, entusiasmo, responsabilidad, lealtad, entrega, experiencia, mayor productividad. No se pueden proclamar valores como la profesionalidad, la satisfacción del cliente o la ética, y valorar luego más a un empleado relajado (al saberse cómplice necesario de su jefe), que a un trabajador diligente, íntegro y profesional.
Hablamos de trabajadores íntegros y esta expresión podría asustar (quizá) un poco a algunos; pero yo señalo aquí un punto más próximo a la flexibilidad razonable que al integrismo intolerante, y pienso sobre todo en el coste emocional de verse obligado a prevaricar, por mor de las urgencias o prioridades transmitidas por el jefe. Qué pena saber hacer las cosas bien, y tener que hacerlas mal por imperativo jerárquico. El lector podrá pensar que lo que sucede en su empresa es que el jefe pide que las cosas se hagan bien, y los trabajadores las hacen mal. Puede tener razón: cada empresa es única y lo son sus circunstancias; pero tal vez resulte más rentable orientar, por ejemplo, la formación a la profesionalidad del trabajador, que hacerlo al liderazgo del jefe (demasiados seminarios de liderazgo en vano, considerando que la productividad no mejora).
Tomemos conciencia del significado genuino de la economía del conocimiento, del significado genuino del capital humano, del significado genuino y del valor de la profesionalidad. Eduquemos para la profesionalidad. La idea que subyace en el concepto de “empleado” era acertada décadas atrás, pero no tanto quizá para los séniores (plural recomendado por la RAE) de la economía del siglo XXI, que parece demandar profesionales de la gestión empresarial y profesionales expertos en los diferentes campos técnicos, todos permanentemente actualizados. Cuando así proceda, dejemos, sí, de hablar tanto de empleados, subordinados, colaboradores, seguidores, recursos humanos, coachees…, y hablemos de trabajadores profesionales, portadores portadores de capital humano, capaces de asumir responsabilidades y de generar resultados medibles, individuales y colectivos.
Es una pena, sí, que, en su caso, tengamos a un trabajador aprendiendo continuamente y que luego le obliguemos a hacer las cosas como le dice su jefe, tal vez menos actualizado éste en el campo técnico correspondiente. Es una pena que, en su caso, tengamos a un trabajador con gran acervo de conocimientos y que luego le pongamos a hacer tareas rutinarias de baja cualificación. Es una pena que, en su caso, tengamos a un trabador con iniciativa y creatividad, y dejemos atrofiar estas fortalezas. Es una pena que los directivos crean que no hay mejores ideas que las suyas propias (temo que esto no sea una casuística, sino una ley, tal como sugieren expertos como W. Bennis).
En el siglo XIX —no había surgido todavía el concepto de productividad que hoy conocemos— se pensaba que, para obtener mayor rendimiento del trabajador, había que hacerle trabajar más duro o más tiempo, que no había otro modo (temo que se siga pensando aún hoy). Pronto apareció el denominado management científico, que enfocaba el trabajo manual para mejorar el rendimiento. Luego ya se empezó a difundir el concepto de productividad, y también se fue evolucionando desde el trabajo manual al trabajo mental, y atendiendo al lado humano de la gestión empresarial. Hoy se diría que todo el trabajo es fruto del conocimiento, a menudo de conocimiento muy específico y avanzado, y además hemos de aprender continuamente. Las cosas han cambiado mucho.
Con las reservas correspondientes a la unicidad de cada organización, en el siglo XXI hemos de catalizar la expresión del capital humano, sin dejar de nutrirlo cada día. A lo primero (la catálisis) han de orientarse las empresas, y a lo segundo (el aprendizaje permanente), los individuos. Las empresas pueden facilitar el aprendizaje permanente de sus directivos y trabajadores, pero éste ha de ser lógicamente protagonizado por las personas, sin descartar el autodidactismo ni el aprendizaje informal.
Ya termino. El lector sabrá disculpar un posible tono de pretenciosa proclama en los párrafos leídos. Se explica por mi intención de mover a la reflexión en torno al posible salto cuántico que se postula, para aquellas empresas de diferentes tamaños en que todavía no se haya dado; un salto cuántico de la X a la Y, con visión de siglo XXI. Siguiendo el ejemplo de las organizaciones más inteligentes e innovadoras y con las cautelas precisas, liberemos, sí, en mayor medida, el capital humano para desatorar la productividad; eliminemos las barreras culturales.
Una analogía, para terminar
Décadas atrás, los centros de conmutación (las “centrales”) de las redes de telecomunicación eran gobernados por un ordenador (antes lo habían sido por unos circuitos de relés llamados marcadores) que enviaba las órdenes de conexión; pero llegó el momento de incorporar mayor capacidad e inteligencia a las redes, llegó la plena digitalización, y cada línea de abonado contó con un un microprocesador propio para el gobierno de sus conexiones.
El reto de capacidad e inteligencia se encaró pasando del control centralizado al control distribuido. No sólo se saltó, en el aspecto técnico, de lo analógico a lo digital (como hemos vivido más recientemente en la televisión), sino que también se saltó, en la filosofía del sistema de conmutación, del control central al control distribuido: un salto cuántico cultural muy sensible.
En el mundo empresarial, parece haber llegado el momento de catalizar la mejor expresión del capital humano, el momento del empowerment, de que las decisiones se tomen al nivel más bajo posible que prediga el acierto, como sugieren los expertos en inteligencia organizacional. No basta con exigir resultados porque, para el despliegue de facultades y fortalezas, el trabajador ha de sentirse respetado, estimado, visto como un profesional y no sólo como un subordinado. La distancia jerárquica ha de ser reducida en las formas y en los fondos, a la vez que se reduce la dirección por instrucciones, en beneficio de una dirección por objetivos bien entendida y orquestada.
Naturalmente, todas las reflexiones formuladas pueden parecer perogrulladas a las empresas mejor sintonizadas con la era del saber, o también parecer desenfocadas o desacertadas a algunos lectores. Este consultor las ha considerado oportunas, como consecuencia de sus propios modelos mentales y de sus vivencias en las empresas. En todo caso, el déficit de productividad merece reflexión, como la merecen las características de la economía del saber.
José Enebral Fernández
Fuente: Área RH