Preocupado sobre todo por la política nacional, Santiago Kovadloff intenta evitar las generalizaciones a la hora de hablar de los argentinos: “Hay una anécdota de Borges muy buena. Un día le preguntaron qué opinaba de los franceses e, irónico como siempre, respondió que desgraciadamente no los conocía a todos”. Sin embargo, sugiere que se pueden extraer notas comunes para, dejando por fuera las visiones binarias, pensar qué lugar ocupa el rol emprendedor en la sociedad argentina. Aquí, algunas de esas reflexiones.
Tu trabajo abarca una gran cantidad de ámbitos. ¿Dirías que sos un emprendedor? ¿Qué entendés por este término?
Yo creo que todo escritor, desde el momento en que tiene la necesidad de responder al imperativo de construir con la palabra una comprensión determinada de su experiencia, es un emprendedor. Una persona emprendedora es la que tiene iniciativa. Este término de iniciativa es lo que funciona como motor. El emprendedor, a través de la inspiración y el trabajo, entabla con las cosas habituales un vínculo nuevo, inédito.
¿Cómo suele llevarse el argentino con el fracaso o la frustración?
La experiencia me ha enseñado que somos heterónimos. Aclarado esto, se puede encontrar una cierta dificultad con el fracaso en nuestra sociedad. Las naciones que logran madurar y desarrollarse de una manera interesante son las que aprenden de sus fracasos. A todos nos han pasado cosas graves, siendo lo grave el repertorio de frustraciones que desmienten la vigencia de un ideal. Y un país también puede aprender de eso.
En este sentido, ¿crees que Argentina es una sociedad madura?
Hay mucha dificultad para aprender de las experiencias fallidas. Tenemos cierta tendencia a concebir las liturgias de renovación formal como indicios de transformación sustancial: llegan las elecciones y parece que podría cambiar todo. Es un proceso de aprendizaje de aquellos problemas que estrechan nuestra posibilidad de desarrollarnos. En un emprendimiento pasa lo mismo: hay que capitalizar las experiencias pasadas.
Como sociedad y matices aparte, ¿es emprendedora la Argentina?
Sin dudas, en órdenes muy anárquicos. Por ejemplo, la creación de las ONG en Argentina es extraordinaria. Un tipo como Juan Carr es notable, eso es ser emprendedor. El desarrollo que la Iglesia ha llevado a cabo en las villas, el papel de la comunidad judía en la labor asistencial… Me parece que tienen mucha capacidad de emprendimiento pero, al no tener estructuras institucionales delimitadas, muchas veces la iniciativa privada se pierde en la opacidad de lo público.
¿A qué te referís con esto?
A que lo público no inscribe la iniciativa privada en el marco de un proyecto estable. Como las instituciones no tienen un papel clave y el límite entre la ley establecida por el Estado y la iniciativa privada tampoco es demasiado claro, normalmente el Estado y la iniciativa privada se disputan el protagonismo, algo nefasto para un país.
¿Qué rol juegan los valores sociales en la Argentina?
Son el repertorio de creencias compartidas por una comunidad, con respecto a lo que es funcional como disfuncional para su desarrollo. Cuando ese repertorio de creencias sufre alguna fisura en cuanto a su valor totémico, los valores irrumpen paradójicamente, por ausencia. Esto está pasando en Argentina.
¿Podrías señalar un ámbito donde esto se haga patente?
El mundo de la producción ha sufrido esta crisis de disvalores. Existe un abismo muy acentuado entre ética y eficacia. La eficacia tiene que ver con la rentabilidad de la labor empresarial, y la ética con la inscripción de esa eficacia en el marco de un proyecto comunitario. Hoy, el empresariado, prácticamente, vive de su segmentación, y ese es el problema de fondo: no hay desarrollo empresario, personal, si no hay integración en un proyecto nacional. Y eso vale para un gran empresario como para un pequeño o mediano emprendedor.
autor Juan Brodersen
fuente: Endeavor