Jim Jones, fundador de la secta religiosa “El Templo del Pueblo”, promovió el suicidio colectivo más grande de la historia. 918 personas aceptaron la idea de que la vida terrenal era el Infierno y la muerte el Paraíso. La capacidad retórica de Jones más el estado mental del grupo, produjeron el trágico desenlace. En noviembre de 1978 la ingesta de cianuro preparado en una bebida les quitaría la vida en una acción de suicidio colectivo.
El suicidio es la más feroz pena de muerte. Porque es la que alguien se aplica a sí mismo. Si cuesta aceptar que la vida termine naturalmente, su interrupción violenta nos subleva, abre un abismo que deja más interrogantes que certezas. La muerte dudosa de un hombre de estado deja una manto de sospecha cuando en un país los servicios de inteligencia controlan la política por el miedo, o comprando voluntades.
La política se estremece cuando una muerte cambia todo y los ciudadanos pueden verse como espectadores forzosos de la anomia dentro del gobierno. Advierten que son un conjunto de personas sin conducción ni contención, conmovidas e indefensas. ¿Qué puede esperar el ciudadano común de sus fuerzas de seguridad? No puede esperar nada cuando sólo ve que lo grotesco y lo trágico se confunden cada vez más.
«El muerto», un clásico Borges, presenta el inexorable camino vital de su protagonista, Benjamín Otálora, «un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje», que del arrabal porteño pasa a la frontera uruguayo-brasileña y cree convertirse en jefe de una banda de contrabandistas, cuando en realidad ya ha sido condenado a muerte por el verdadero jefe, y el fin del cuento es el disparo que acaba con su vida.
Cuando el Estado se subordina a los intereses de un gobierno deja la imparcialidad de la ley y, en consecuencia, el grupo que gobierna reemplaza al profesional de carrera por otro que les responda. Cuando copar el estado se da justamente en las áreas de seguridad, la arbitrariedad del gobernante afecta la vida y la libertad. Es obligatorio para un fiscal dar cuenta de los delitos sin importar quienes sean los involucrados.
Hay demasiada experiencia de lo que ocurre cuando las fuerzas de seguridad dejan de responder a la ley. La presencia ciudadana puede ayudar a conformar una dirigencia exigente, menos dependiente de lo mediático y de lo electoral. El civismo debe salvarnos de vivir con miedo.
El muerto siempre ilumina. La investigación de una muerte suele sacar a la luz la siniestra trama costumbrista de los hechos. Los protagonistas aparecen desnudos en su manipulación, insensibilidad, irresponsabilidad y en el desmadre de su gestión. Personas antes indiferentes a la política prestan atención y descubren en manos de quién está la administración pública. Las muertes extremas iluminan a los ciudadanos de a pie y actúan como una dama traicionada que aguanta, mira para otro lado, deja pasar. Hasta que un día una gota rebasa el vaso, pasa todas las facturas juntas y hace saltar una bisagra. Si no, como dijo Mariano Moreno en los albores de la Patria, será nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir la tiranía.
En enero de 2015 el mundo experimentó dos tragedias dolorosas que cuestionan sobre si los pueblos también pueden suicidarse.
En París, dos terroristas islamistas entraron en la redacción de Charlie Hebdo y mataron a muchos de los que estaban allí. Esa revista satírica apenas sobrevivía: su tirada era de 60.000 ejemplares, que para una publicación significa estar al borde del cierre. El miércoles siguiente a la masacre, Charlie Hebdo imprimió un millón de ejemplares. Se debió reeditar varias veces: ya van por los siete millones de ejemplares.
Carlos Donoso Castex, presidente de la Asociación de Fiscales, sobre la muerte del fiscal Nisman en Buenos Aires, afirmó: «Nisman no da con el perfil de un suicida atemorizado por lo que investigaba». Es cierto, un suicidio se puede usar como coartada para justificar un crimen.
Nada mejor para el criminal que una víctima sin victimario. El muerto no habla. El misterio es siempre la clave en el crimen político. Los peritos avanzan pero los asesinos también ¿Fue un suicidio? La mente guarda secretos, pero hay que analizar las causas. La historia no se repite pero sirve de guía. Cada suceso tiene causas, no es posible generalizar. Al compararlo con el pasado se activan las preguntas que impulsan la investigación.
La democracia funciona como los carriles de una autopista, se puede ir de uno a otro y hay desvíos que cambian el destino y pueden convertirla en dictadura. Un pequeño giro basta. Quienes gobiernan con los votos -como Mussolini, Hitler y el populismo-, pueden ir paso a paso: obtener facultades extraordinarias, domesticar a la Justicia, intimidar a la oposición y empezar una historia nueva para luchar hasta el fin. Esta dura obstinación en un momento choca con la resistencia social hasta hoy adormecida. La oposición crece, tantea el terreno, respalda al periodismo de investigación y anima a los jueces. Dijo Tocqueville; la prensa, los jueces y las asociaciones suelen ser las torres que frenan a los autoritarios.
“El delito Matteotti». En 1924, Matteotti, jefe de la bancada socialista italiana, cuestionó las elecciones que dieron la mayoría a Mussolini. El periódico fascista Il Popolo le advirtió que la pasaría mal. Él sentía el deber de hacer saber al mundo que el fascismo era sólo terrorismo y corrupción. No pudo. Su cadáver fue encontrado en un descampado. Actuó la justicia pero sólo hubo dos condenas. Mussolini casi no figura en el expediente. Matteotti, dijo a sus compañeros: «Yo ya preparé mi discurso; ahora les toca preparar el discurso fúnebre». Mussolini dijo «si salimos de esta, sobreviviremos” y: «Asumo la responsabilidad de todo. Si el fascismo es una asociación criminal, yo soy su principal jefe». Eso es hablar claro o lo que hoy se conoce como ir por todo. Se mantuvo hasta que en 1943 la invasión estadounidense acabó con él.
Cada sociedad tiene su punto de inflexión o de impotencia. El desenlace depende de que pueda aclarar las circunstancias, de que se investigue y de que el resultado convenza a la sociedad de que le conviene vivir en un Estado de Derecho y volver a ser una República.
Anastasio Somoza no dio la orden de asesinar a Pedro Chamorro, el principal dirigente opositor, pero los asesinos pertenecían al esquema de poder de Somoza. Para el dictador, el asesinato del director del diario La Prensa era la antesala de su caída. Se dice que al enterarse del crimen no fusiló a sus autores sólo porque la cabeza del operativo era el tarambana de su propio hijo.
Lo que diferencia a los gobiernos son sus controles y su capacidad para impedir que la sombra ahogue la luz. En la dictadura o en un NarcoEstado los servicios secretos tienen una presencia intimidante. En un régimen democrático, los servicios secretos están bajo control. En las dictaduras el poder real lo maneja la policía secreta; en las democracias el poder está en manos de los civiles. En un Estado mafioso sus estructuras de poder trabajan sincronizadas con grupos armados estatales y paraestatales. La muerte, el protagonismo de provocadores y desaforados son muestras sugestivas de su accionar. En ese contexto es necesario exigir cambios y sanciones para evitar el suicidio colectivo y actuar como ciudadanos, antes que a la indignación la suceda el miedo paralizante y antes que la democracia sea desplazada por los gangsters.
La lucha es por sobrevivir ante una situación trágica. Cuando eso pasa, las sociedades tienen una nueva oportunidad de renacer y superarla.
En 2009, Rodrigo Rosenberg anunció en Guatemala que el gobierno estaba involucrado en el homicidio de su novia. Días después fue asesinado y se difundió un video en el que hacía al gobierno responsable seguida de movilizaciones pidiendo la renuncia. Pero la investigación de la Comisión Internacional contra la Impunidad develó la trama. Rosenberg había encargado a sicarios su propio homicidio inducido por los servicios.
Para volver a creer. La capacidad de reparar una pérdida es una utopía si alguien se siente agredido, descree en la posibilidad de saber la verdad, y piensa que no habrá justicia. Sin verdad no hay confianza y el miedo es una de las consecuencias. La justicia y la coherencia dan sostén a una sociedad y permiten que sus ciudadanos no sean ajenos entre sí. Si ante una pérdida dolorosa al duelo le sigue un proceso inconcluso, no se elabora la muerte, que se eterniza a través de síntomas que van desde el pánico a la depresión. Cuando una pérdida la padece toda una ciudadanía, y no logra resolverla y alojarla como un recuerdo, se hipoteca el destino de esa sociedad. En el imaginario colectivo la víctima deposita muchos ideales frustrados y se siente que pagó con su vida el anhelo de honestidad y libertad. Eso provoca reacciones. Más allá de la sensación de rabia, o se toma conciencia de la necesidad del cambio o bien deviene en inconsciencia, indiferencia y en ser invadidos por el odio y por la infamia
La muerte política. Ante una muerte dudosa, la democracia pierde terreno y reaparece el miedo, cuando la política ya no cumple su misión y crea el mundo de la retórica para manipular la realidad. Esa muerte cambia el juego, pone la realidad sobre la mesa y limita el poder de las palabras.
Hay demasiado secreto en el mundo oscuro de los servicios de inteligencia. La muerte política es inaceptable y comienza a guiar el voto. Se toma consciencia del cambio que se necesita, se rechaza la mentira, la incapacidad y la falta de realismo. La mala política termina generando muertes
La política degradada. No se trata sólo de incompetencia, aunque todo está al servicio del ocultamiento y de la impunidad. El escepticismo gana a una sociedad que desconfía de la traición de los compromisos, de las complicidades manifiestas entre las elites, de la manipulación de los sentimientos colectivos, de la larga sombra de mentira e impunidad, de la ilegalidad y de la arbitrariedad. La política reproduce sus lugares comunes con palabras: «que la investigación no pare»; «llegar a la verdad»; «resolver el hecho doloroso»; «que no pase al olvido», «hacer justicia». Nadie les cree: la indignación pública se extiende pero con el tiempo puede diluirse en catarsis o espasmos sin crear fuertes convicciones.
Así es como la cólera se construye sobre el olvido de la anterior, como si entre un acontecimiento y otro no hubiera relación. También extingue toda relación con el próximo hecho horrible, en una sociedad donde cada desgracia pública provoca la expectativa de la próxima.
El público no discute sobre educación, desarrollo sustentable, ni desigualdad. Se habla de crímenes nunca resueltos y que nunca se resolverán. En estado de sospecha, todo es sospechoso y nadie es responsable. Cada indicio tiene su réplica, cada argumento su refutación, cada motivo su contra.
La conversación que permitía articular proyectos comunes, conocer diferencias, saldar desacuerdos, dio paso a un temario de corrupción, lavado de dinero, narcotráfico, terrorismo. Éstos son los asuntos que informan lo que ocurre. No sólo de formas diversas del delito: se trata de un proyecto y de su fracaso. El proyecto de quienes detentan el poder para su beneficio; el fracaso de una sociedad que ve cómo el Estado se ha ido convirtiendo en un Estado fallido, un Estado que no se ocupa de los asuntos públicos y del bien común, sino que es un instrumento del que se sirve el gobierno.
El acuerdo social. Algunas comunidades detienen la amenaza logrando que el Estado asuma el monopolio de la fuerza y que se cumpla la palabra. Que se haga lo que dice y que se diga lo que hace (al condenar se dice «condeno» y al prometer «prometo»). La autoridad política depende de un acuerdo que significa que puede ejercer el poder para administrar conflictos y de que sus decisiones sean obedecidas. Para constituir autoridad legítima, con capacidad para ser obedecida, la democracia constitucional acuñó el concepto de Estado de Derecho.
Los ciudadanos no prestan obediencia de cualquier forma, sino en la medida en que sean convencidos con razonamientos correctos. Para eso no sirven los argumentos de autoridad, como síganme u obedézcanme. El esfuerzo debe estar dirigido a incluir los intereses comunes para lograr que la declaración de principios que constituyó una autoridad sea exitoso. Sin acuerdo social se complica crear instituciones sociales. Nadie cree nada: ni en la definición del hecho, ni en los procesos, ni en las instituciones y el resultado es la desobediencia o el fracaso. Del esfuerzo por convencer depende la construcción de autoridad sana, de la que depende la vida de todos.
La anomia. Es la discrepancia entre normas, metas culturales y capacidades sociales. El ciudadano percibe una sociedad insegura e ingobernable, donde la corrupción de la política y la violencia destruyen las instituciones. El costo es la destrucción de la economía, la angustia del ciudadano, el menoscabo de su salud. No hay a quien reclamar si no hay Estado. Así se construye la anomia y el ciclo vicioso lleva a la barbarie. Mientras tanto el ciudadano común aplica la estrategia de “sálvese quien pueda”, se dedica a sus asuntos, ignora la realidad o la mira por TV. Aparece un nuevo gobierno que después de mucha muerte y miseria, logra que se acepte -por gestión o imposición- la necesidad de construir. Evitemos esa perspectiva fortaleciendo el papel del ciudadano y de las instituciones, construyendo un proyecto de país federal que piense globalmente y actúe localmente para crear un futuro común y compartido. Seamos pesimistas en el diagnóstico pero optimistas en la acción.
Dr. Horacio Krell CEO de ILVEM. Consultas a [email protected]