Seguro que, de pequeño, le narraron algún que otro cuento. Aunque le pareciera que sólo pretendían entretener, en la mayoría de los casos escondían un mensaje moralizante. No los desprecie a la ligera, porque suelen tener la capacidad de enumerar, de una manera sencilla, directa e ilustrativa, los pros y los contras de actuar en un sentido u otro en nuestras vidas. Me viene a la cabeza el cuento de la cigarra y la hormiga, y aunque parezca extraño, me recuerda a la forma en que muchas empresas se comportan con sus clientes.
Si hacemos el paralelismo, hay muchas compañías que se desenvuelven en el mercado como lo hacía la cigarra. En busca de clientes, son capaces de dilapidar todos sus recursos disponibles para incrementar su base de usuarios, disparar sus ventas y disfrutar del éxito comercial en el plazo más rápido posible. Frente a ellas, otras organizaciones –no muchas, la verdad-, adoptan una actitud más próxima a la de la hormiga: piensan a largo plazo, observan con cuidado el mercado y lo preparan para que cada segmento de clientes a los que se dirigen evolucione con la compañía, aportando el mayor retorno posible de valor. ¿Adivina quién tiene más posibilidades de sobrevivir en el futuro?
El cliente es un bien escaso, y eso es igual para cigarras y hormigas. Cada vez hay mayor número de productos y servicios entre los que escoger, mayor competencia en cada sector y más información para comparar. No es fácil atraer la atención de los consumidores. Frente a este escenario, es sencillo dejarse llevar por las circunstancias y adoptar decisiones coyunturales y poco afortunadas: bajar los precios para romper el mercado, realizar agresivas políticas publicitarias e incrementar los ingresos exponencialmente a base de atraer a cualquier persona hacia la oferta de la empresa. Ser una cigarra tiene sus ventajas, y puede dar una alegría al accionista.
A la larga, sin embargo, se puede morir de éxito, porque el valor del cliente no lo determina lo que está dispuesto a gastar en nosotros en un momento concreto, sino el beneficio que pueda proporcionarnos durante todo el tiempo que permanezca vinculado a nuestra propuesta. A ello debemos sumar que ningún cliente es igual a otro, y que hay perfiles que, aunque representen una parte importante de nuestros ingresos, pueden ser poco rentables y costosos en recursos, de manera que volcarnos en ellos con la misma dedicación e intensidad que en el resto, se traduce, automáticamente, en pérdidas.
Ganar clientes es importante, pero cuando se apunta mal y se prescinde de una segmentación inteligente que nos indique a quiénes orientar nuestra oferta, se termina dando importancia únicamente a la transacción, pero no al usuario. Piense que lo fundamental no es ser el más agresivo, sino saber ganarse la confianza del consumidor. Es un acuerdo tácito entre ambas partes: si la empresa se adapta al cliente y es capaz de anticiparse a sus necesidades, prestando un servicio adecuado, el cliente, a su vez, prolongará en el tiempo su relación con ella y aumentará su valor. Esa comunicación, de hecho, termina convirtiendo al cliente en nuestro mejor inversor, porque participa –y de qué manera- en el destino de nuestra empresa.
Como la cigarra, tendemos a impacientarnos y a buscar resultados inmediatos, pero no es lo más adecuado cuando se trata de la rentabilidad de su empresa. Tomar decisiones en este terreno exige equilibrio y mesura, tanto en las acciones de marketing como en la prestación de servicios. La clave, al final, va a residir en lo atentos que estemos a nuestros clientes.
El retorno del cliente, o ROC (Return On Customer) es el parámetro que le permitirá saber si la relación que se establece entre el beneficio y la forma en que cambia el valor del usuario es positiva para usted o no. Ponga a la misma altura el ROC y el imprescindible ROI, porque el uno no tiene sentido sin el otro. Aprenda a basar sus decisiones en el cliente. Como la hormiga del cuento, estará salvaguardando sus espaldas y asegurando su futuro.
Fuente: Daemon Quest