Aníbal, como todos nosotros, tenía costados positivos y costados negativos. Porque en la vida parecen no existir los blancos o los negros puros –salvo que estemos hablando de Gandhi o Hitler- y todo se reduciría e a un tránsito constante entre los distintos matices del gris, ora más claros, ora más oscuros. Buscando siempre, claro está, acercarse a la luz del blanco.
El hombre era buena gente y tenía su educación –con la salvedad de que estaba incompleta porque era medio vago-, tenía su trabajo, tenía su familia y tenía algunas virtudes. No hace falta aclarar que gozaba también de la compañía de varios defectos de carácter.
Aníbal trabajaba en ventas, y había realizado la carrera comercial completa: vendedor, supervisor, jefe, gerente de ventas y gerente comercial. Los hechos y su misma posición laboral actual le demostraban que era un buen comercial, inclusive por encima de la media de ésta noble profesión.
Profesión que –como cree el común de los mortales, aunque no sea cierto en lo absoluto- consiste en trabajar dos horas diarias, jugar al billar otras dos horas, jugar a los naipes las siguientes dos, completar un breve informe de las dos horas de trabajo ya mencionadas, y dedicar el resto del tiempo disponible a conversar con otros vendedores –de la misma empresa o de la competencia- sobre las fabulosas anécdotas de los grandes vendedores de la historia.
Ya se trate sobre ventas realizadas en condiciones épicas o sobre operaciones que se perdieron por un pelito cuando el cliente ya estaba listo para el cachetazo final. En la última opción nunca fue por responsabilidad del correspondiente vendedor.
Dichas anécdotas habían trascendido al tiempo y se seguían trasmitiendo en forma oral, con distintos agregados y exageraciones propias de los mismos vendedores, que de alguna forma deben encontrar formas de autoestimularse y mantener el ánimo enhiesto, cuando de cada diez personas que visitan nueve los echan de su oficina.
Una de esas anécdotas era la del vendedor de fotocopiadoras que vendía sin hablar, simplemente con gestos y ademanes que mostraban como salían las fotocopias del equipo (que tampoco estaba a la vista) acompañados de la onomatopeya sac…sac…sac. Era notablemente exitoso y, de alguna forma, había alcanzado la síntesis total de la profesión: el vendedor que no habla.
Lo malo es que se acostumbró tanto a la ley del menor esfuerzo y a no hablar que por poco se pierde la anécdota aludida, porque nunca la contó. Por suerte varias de esas ventas tan atípicas las hizo acompañado de otro profesional que se desempeñaba como su trainee.
La última vez que se lo escuchó hablar le estaba diciendo a su gerente, con un tufillo de soberbia, que como había vendido cuatro equipos a la mañana se tomaba el resto del día libre. Otra anécdota ruidosamente festejada en el ambiente, por aquello del desafío a la autoridad.
También estaba la del colega que tenía una rara habilidad para sortear a recepcionistas y secretarias, verdaderas barreras artificiales levantadas por los ejecutivos de compras para evitar adquirir productos y servicios que no necesitan. Y que muchas veces terminan comprando igual por la habilidad del vendedor.
Este sujeto, cuyo cerebro había sido prolijamente lavado y limado por un estricto curso de entrenamiento en técnicas profesionales de ventas, tenia como consigna ineludible no ofrecer ningún tipo de información sobre sus objetivos hasta sentarse con la persona que realmente podía concretar la compra. Cualquier otro ser humano que quisiera conocer ese objetivo, seguramente con la sucia intención de poner en aviso a la futura víctima del vendedor, debía ser prolijamente evitado o ignorado.
El tipo arrancaba cortésmente con la recepcionista o secretaria, hasta que la desgraciada víctima osaba preguntarle por tercera vez cual era el motivo de la entrevista que estaba solicitando. El hombre daba dos pasos para atrás, uno a la izquierda –como Felipe Contempomi cuando va a patear un penal- y le espetaba: mirá flaca, esto es un circo, quiero hablar con el dueño y no con el payaso.
Frase ante la cual la recepcionista y/o secretaria inevitablemente corría avergonzada y humillada, a veces llorando, hasta la oficina del Gerente y le rogaba que atendiera ya mismo a ese Maradona de las ventas. De todas las anécdotas del ambiente, ésta era claramente la preferida, y se contaba no menos de 3 ó 4 veces por día.
Pero volvamos a la historia de Aníbal. Realmente un buen vendedor, pero absolutamente horrible como comprador.
Había desarrollado una increíble capacidad para que le vendieran porquerías de todo tipo a alto precio, y temblaba solamente de pensar en pedir un mínimo descuento o una atención. Esta contradicción entre vender y comprar posiblemente se daba por aquello del equilibrio que debe reinar en la naturaleza, donde nadie lo tiene todo y a nadie le falta todo. Muchos, por ejemplo, solamente tienen la pobreza, pero bueno, algo lindo debe tener porque suelen ser pobres toda la vida.
O bien se trataba de que Aníbal admiraba tanto su profesión que era incapaz de molestar a un colega que estaba haciendo, finalmente, su mismo trabajo.
Podríamos contar mil historias sobre la incapacidad de Aníbal para realizar una compra mínimamente digna y honorable. Si entraba a una sastrería para renovar su uniforme de trabajo los vendedores –al verlo entrar- subían los precios de todos los trajes, y el hombre todavía se iba contento por la excelente operación realizada.
Si cambiaba el auto siempre le pagaban poco por su usado y le exigían sobreprecio por el cero kilómetro, con argumentos tan futiles como que no había entrega por ciento veinte días, que el precio cambiaba mañana, que su usado se había dejado de fabricar hace décadas, o simplemente porque si. Para peor, el cero kilómetro presentaba –al poco tiempo de adquirirlo- defectos insanables, que no era cubiertos por la garantía del fabricante. Digamos, en su descargo, que los vendedores de autos son el tercer grupo humano más abominable, después de los asesinos seriales y los narcotraficantes.
Bueno, en el ambiente de los vendedores –concentrado en aquellos lejanos tiempos en el subsuelo de la Confitería Richmond- empezó a correr –lenta pero inexorablemente- la voz de que Aníbal era realmente muy torpe como comprador, y finalmente empezaron a llamarlo Regatinho.
Para quienes no hablan portugués ni brasileiro, “regatinho” es “regatiño” en español, que a su vez es sinónimo de “el buen regateador”. El buen regateador es definido por la Academia como aquel que al comprar algo siempre obtiene fabulosos descuentos, que superan sus mejores expectativas, y que humillan hasta lo indecible al vendedor, que cae derrotado cual Goliat ante David.
Bueno, le quedó nomás lo de Regatinho. Cada vez que entraba a la Richmond se escuchaban las risotadas de los otros vendedores –entre whiskies importados y habanos de Cuba- saludando su torpe y deleznable presencia. Pasó a ser casi un marginal del ambiente y sufrió hasta lo indecible. Después hizo el curso de Mister Atlas y cambió su vida, pero eso será tema de otro cuento.
Regatinho, no hace falta decirlo, lo intentó todo para terminar con esa vergonzosa fama. Cambiaba el auto todos los años, aunque el suyo estuviera flamante, y cada vez perdía más plata. La acumulación de esos males negocios hizo que el auto terminara trocando en un modesto ciclomotor.
Tratando de salvar una parte de su patrimonio empezó por dejar de atender el teléfono y hasta el timbre de la casa, porque cada vez que lo llamaban o visitaban para venderle algo terminaba comprando porquerías a un precio altísimo.
Por su ineptitud ya contaba con una fabulosa colección de teléfonos celulares, varios servicios telefónicos de larga distancia, múltiples seguros de vida, aspiradoras y alfombras. Tenía lotes en distintos cementerios privados -como para morirse 5 ó 6 veces-, y aportaba a seis AFJP distintas y al régimen de reparto.
Un día se cansó y decidió hablar con su padre, que no era lo que llamaríamos un experto regateador, pero se especializaba en conseguir entradas para el cine diez minutos antes de la función, cuando ya se ha colocado el cartel odioso de “no hay más localidades”. Profundo conocedor de la sicología humana, el padre de Regatinho sabía que el cartel estaba mal escrito, porque en realidad lo que habían querido escribir era “si me tiras unos mangos me quedan dos en la fila 12 al medio”.
El padre de Aníbal estaba tan cebado que, pudiendo llegar una hora antes al cine y comprar sus entradas con normalidad como cualquier parroquiano, esperaba hasta que faltaran los diez minutos, se paraba al costado de la boletería con un billete a la vista (equivalente al valor de dos entradas más un razonable sobreprecio) y ni siquiera necesitaba hablar.
El boletero corrupto, que recién nomás le había negado entradas a dos viejitas para las que posiblemente era su última oportunidad de ir al cine, se limitaba a esbozar una sonrisa como la de los croupiers cuando te tiran el doble cero, y disimuladamente le entregaba las dos entradas preferenciales.
Tal era la perfección del padre de Regatinho que ya no eran necesarias las palabras, tal como ocurría con el vendedor de fotocopiadoras. Todo se consumaba a través de lo gestual, concretando un acuerdo mútuo entre espectador y boletero que estaba tácito e implícito entre las partes, y del cual ambos obtenían lo que esperaban. En definitiva, cada uno de los dos cumplía perfectamente con su rol, ajenos por completo a cualquier tipo de solidaridad o consideración hacia sus congéneres.
Nuestro personaje creyó entender el mecanismo que su padre le explicara pacientemente y decidió ser tan exitoso como su progenitor, para que sus colegas la cortaran con ese estúpido apodo de Regatinho.
Eligió el primer sábado de un mes, función de las 23.05 hs., Cine-Teatro Opera, estreno mundial de “Lo que el viento se llevó” coloreada y remasterizada, con el gran atractivo de Clark Gable luciendo un bigote color lila. Porque para triunfar adecuadamente como regateador la cosa no tenía que ser fácil. Había que ganar en una parada dura.
En el hall del Opera había más gente que en un Boca-Ríver jugado en la última fecha del campeonato, con uno puntero y el otro segundo. Costaba moverse entre la multitud para llegar ante la boletería, donde debía consumarse la anhelada victoria. Ya habían colgado el cartel de no hay más localidades, pero decenas de personas se apiñaban ante la misma exigiendo sus entradas, y acusando a los boleteros de corruptos por guardarse las entradas de la fila doce al medio. Los boleteros sonreían con sonrisa de croupier que volvió a tirarte otro doble cero.
A los costados de la boletería se encontraban varios inspectores de la Dirección de Rentas de la Provincia de Buenos Aires, comandados por el mismo Santiago Montoya, justamente para recaudar impuestos, y evitar los sobreprecios y los negociados espurios. El Cine-Teatro Opera queda claramente fuera de la jurisdicción de la Provincia, pero Montoya se creía tan ineficiente recaudando dentro de la misma que decidió probar con nuevos territorios. Sobre todo porque Dios está en todas partes pero atiende en la Capital Federal.
Regatinho tomó nota de la situación, porque posiblemente era estúpido pero no comía vidrio, y desarrolló una planificada estrategia para alcanzar el objetivo sin morir en el intento: hizo que su esposa y sus dos hijos pequeños se ubicaran al lado de los baños y comenzaran a gritar –los niños en su media lengua- fuego !!!, fuego !!! El primer efecto fue que del baño de damas salieron corriendo 68 mujeres que estaban charlando y maquillándose desde hace aproximadamente 45 minutos.
El segundo efecto fue que frente a la boletería se hizo un claro, aunque muchos potenciales espectadores seguían frente a ella, gritando por el ya remanido tema de las entradas en la fila doce. Regatinho puso su mejor cara de poker y se paró al costado izquierdo de la boletería, le sonrió al boletero y sacó un billete de un millón de pesos ley 18.188, valor bastante superior al de cuatro entradas para la película.
El boletero lo miró con cara de asco y le gritó que no-había-más-localidades. Dicho grito y el billete en la mano mostraron a la multitud que se estaba produciendo un intento de peculado.
Lo destrozaron. Al tipo le pegaron todos: Santiago Montoya, el boletero, los recaudadores fiscales, el público en general, y parte de las 68 mujeres que ya –a ésta altura- habían comprendido que lo del fuego era una falsa alarma. Los que más se ensañaron fueron justamente los que querían entradas en la fila doce pero sin pagar el sobreprecio lógico y razonable.
Por suerte en esa época había mucha policía en la calle y uno hasta se animaba a hablarles, por lo cual varios efectivos de la Federal consiguieron rescatar a Regatinho todavía con vida, mientras sus hijos lloraban desconsoladamente y mientras Santiago Montoya gritaba que esto era lo que le pasaba a los estafadores, a los ventajeros y a los que no querían pagar sus impuestos.
Cuando se recuperó de la feroz golpiza decidió que ya era tiempo de terminar con esa pavada. Comprendió que así como los vendedores nacen, los regateadores profesionales solamente son los que llegan al mundo con esa rara habilidad.
Desde ese momento confió todas sus transacciones importantes (casas, autos, vacaciones, cigarrillos, etc) a su amigo Olaf, habilísimo negociador de orígen noruego. En el fondo lo odiaba, pero era un mal necesario y, finalmente comenzó a recomponer sus finanzas. El único problema es que casi toda su vida social se compartía con Olaf, y el susodicho noruego no dejaba de comentar en público todos los favores que le hacía a Aníbal.
Finalmente, cambió de trabajo, cambió de confitería, cambió de amigos y –poco a poco- fue olvidándose de buscar alcanzar metas que sabía le eran inaccesibles.
La paz interior que lo inundó permitía inclusive que ahora comprara a los mismos precios que el resto de los mortales, no más barato pero tampoco con sobreprecios groseros. Salvo, queda dicho, las operaciones que le manejaba Olaf, que eran siempre espectaculares.
Olaf era algo así como el manual del regateador, un tipo increíblemente hábil para pagar siempre menos que el precio de lista, menos que el precio de contado y menos que los precios de los mismos “sales”. Cuenta la leyenda que en ocasiones, y solamente para sacárselo de encima ya que era francamente insoportable, le regalaban los mismos bienes y servicios que iban a ser objeto de la transacción comercial, con la única condición de que se fuera y no volviera nunca más.
Cuenta la leyenda que en alguna ocasión, regateando con hábiles negociadores del Turkistán, que han hecho de esa pelea por el precio su mismo modo de vida, consiguió llevarse determinados objetos muy valiosos y que además le pagaran por hacerlo. De ser cierto éste relato, que enfurecía a Aníbal, estaríamos ante la perfección misma, tal vez inclusive ante la suma de todas las virtudes.
Bueno, el asunto es que Regatinho empezó a acumular bronca por los éxitos transaccionales de su amigo, que contrastaban con su notoria torpeza al respecto. Siendo que compartieron viajes, salidas y jolgorios, era habitual que su amigo obtuviera las mejores condiciones de precio y pago mientras Regatinho quedaba humillado en un rincón, ya que se le había prohibido expresamente participar para no poner en riesgo la operación.
Conseguido el jugoso descuento, Erika, la mujer de Olaf, y la mujer de Regatinho se burlaban de el, haciendo saber con esa crueldad que solamente pueden tener las mujeres, que era un verdadero y completo idiota. El amigo, y esto habla bien de el, jamás le dijo una palabra, tal vez porque sentía verdadera pena por el infeliz.
Poco a poco algo cambió en el interior de nuestro personaje. Ya no era él contra si mismo y contra su torpeza congénita, ahora era él contra su amigo, o más bien contra su capacidad regateadora. Si conseguía superarlo en una negociación, o siquiera empardarlo, se podría morir tranquilo. Esperaba, como los hindúes, reencarnar en una especie superior: en éste caso específico, en un hábil negociador
Buscó pacientemente su oportunidad y la misma llegó en un viaje a Ushuaia que realizaba solamente con su mujer, sin sus hijos –que se burlaban constantemente de su padre y debían ser ferozmente castigados todos los domingos- y, lo mejor de todo, sin Olaf ni Erika.
La ocasión era inmejorable, posiblemente la última que le presentaba la vida. En el fin del mundo se hicieron amigos de tres parejas de brasileños, con los que por uno u otro motivo se encontraban casi a diario. Se entabló entre las cuatro parejas una agradable relación, y comenzaron a compartir algunas actividades turísticas.
Un miércoles de intenso frío Regatinho se dirigió en su vehículo rentado al Cerro Castor, y allí –como ya se había hecho casi una costumbre- se encontró con sus seis amigos extranjeros. Ya se estaban retirando, furiosos porque no siendo esquiadores debían pagar 80 pesos argentinos por subir al cerro, lo mismo que pagaba un esquiador o un snowborder. 80 pesos solamente para mirar Ushuaia desde arriba.
Nuestro hombre comprendió en un instante fugaz que esa era la oportunidad de su vida, seguramente la última para pasar al frente en el tema del regateo. Un éxito lo posicionaría inmejorablemente, no solo en Argentina sino también en Brasil, y posiblemente llegaran las invitaciones para los sales anuales de las grandes tiendas de Miami, o hasta la participación en el Pijoterians Tournament de Kurdistan.
No la iba a dejar pasar. No podía dejarla pasar. Era única e irrepetible. Se armó de todo el valor necesario, y se apoyó en toda la bronca y el dolor juntados en decenios de fracasos. Al final, era un hombre, no una gallina.
Ante los ojos estupefactos de todos los brasileños y de su propia mujer, marchó decidido hacia la caja del complejo. Golpeó fuertemente el vidrio de la misma y dijo a viva voz que exigía el mejor descuento posible para un grupo de ocho personas, porque era francamente inaceptable que a no esquiadores se les cobrara lo mismo que a los esquiadores. Aunque en su interior temblaba, toda su actitud exterior era francamente amenazante.
El cajero lo miró, totalmente sorprendido y con las pupilas dilatadas, y alcanzó a balbucear que era un error, porque quienes no iban a esquiar ni a hacer snowboard solamente pagaban 25 pesos por subir. Y que eso no era una excepción porque estaba establecido desde que se inició la concesión del Cerro.
Regatinho empalideció y trató de pensar con claridad y, sobre todo, con celeridad. Evidentemente lo de los 80 pesos había sido un error de los brasileños en el manejo del portuñol.
No podía decir que había conseguido un descuento de 55 pesos en cada pase porque todos –su mujer y los brasileños- habían escuchado la conversación con el cajero, inclusive varios testigos neutrales que se encontraban ocasionalmente en el lugar y que seguramente serían citados por las autoridades pertinentes en caso de haber lugar a acciones judiciales.
Tampoco podía decir que le habían bajado bruscamente la tarifa apenas lo vieron y se dieron cuenta de que era un regateador profesional, ya que en ese caso corría el riesgo de que lo internaran en un nosocomio para enfermos mentales agudos.
No se le ocurrió nada, absolutamente nada, salvo correr hacia el auto y escapar hacia la ciudad de Ushuaia. Ese día frío de agosto, en el Cerro Castor, terminó definitivamente la carrera de Regatinho.
Jorge Bertezzolo. Empresario argentino y escritor por pasión