“El colono si quiere liberarse, tiene que matar al colonizador. Al disparar su arma mata dos pájaros: suprime a un opresor y a un oprimido. Nace un hombre libre (el colonizado que mató) queda un hombre muerto (el colonizador que murió). Hay que matar.”
Jean Paul Sastre, “Prólogo” en Los Condenados de la Tierra
Yo. Algunos de nosotros. Nosotros, algunos, no sabemos lo que pasa en el Banco Mundial, en los bancos de la Plaza de los Toros ni en los que están, seguramente recubiertos y rellenos de plumas, puertas adentro en la Casa Rosada, frente a la Plaza de Mayo. Sabemos algunos; sé yo, una alguna, que estamos, estoy sentada en una silla cuyo respaldo está desoldado y que mi posición en este lugar es, para la sociedad en la que vivo, inserta en la global comunidad conformada, un número, una silla, un objeto y, que para mí es yo, nosotros. Sentados en una silla. Sin respaldo. Somos, algunos, para nuestro congéneres unas cosas o unas cositas y seremos tratados tales cuales cosas o cositas en tanto lo condescendamos. Hablo por mí: en tanto lo consienta. Hablo por algunos del nosotros: en tanto lo aceptemos. Somos unas cosas en tanto toleremos –más allá de todo límite razonable en el que puede explayarse la tolerancia- que el mercado laboral nos atomice y nos obligue a ponernos una camiseta de ocho a ocho o de ocho a nueve, o de siete a seis, o de ocho a diez; un ropaje que, en función de una necesidad de conservar el empleo y de obtener la pulverizada remuneración pactada (ofrecida), nos produzcan urticaria, nos generen temblores, se nos inflame el corazón. Anulen nuestro ser y nuestro espíritu crítico. Porque, claro, nuestra libertad, la de algunos, la mía, se ve absorbida por estas opciones que la sociedad nos presenta en un abanico con un solo doblez; opciones entre las que prevalece el acceso al sometimiento; opciones entre las que, si no predomina el esclavismo camuflado es porque imperan los defensores de la reproducción del dinero en los bolsillos de sus jefes, los dueños inconmensurables de nuestras vidas. ¿Cómo somos libres entonces, nosotros, algunos, yo? ¿Cómo hacemos cuando nos damos cuenta de que han hecho de nosotros (y hacen) algo que no consentimos ni se condice con nuestra propia esencia? Por allí perdida queda la personalidad y la persona, las expectativas y los proyectos. Sin dinero no se vive. Y estudiando durante años y años, y aún siendo bueno en lo que uno hace, no se abre ninguna puerta fácilmente. Los que elegimos ser dueños de nuestras vidas nos quedamos, en principio, solitarios, solos y en soledad (las tres cosas); pero no ya siendo átomos de una estructura molecular que no se lleva bien con nuestras partículas, sino siendo y estando como seres arrojados a una sociedad vertiginosa en la que las grandes oportunidades parecen abrirse para los que son más vivos, para los que son más ávidos en la reproducción de las injusticias, en la conducta imitatoria de sus “superiores”. Otros, claro, acceden y admiten las condiciones de sus contratos, incluidos los maltratos que como profesionales y, fundamentalmente como personas, reciben; quizás porque encuentran la libertad en el dinero que a principio de mes les permite comprarse carteras y camisas de marca. Probablemente también porque salirse de la corriente y despacharse a su manera implica el gran riesgo de dejar sin alimento a sus descendientes. Porque ser independiente, en esta sociedad en la que hay multitudes de médicos, abogados y contadores (y multitudes de personas recibidas de todas las profesiones), y sólo unas pocas corporaciones que esclavizan a esos profesionales y acaparan por “el buen nombre” a la mayoría de los clientes potenciales, es arrojarse a un abismo en el que, de vez en cuando, y sólo tal vez de vez en cuando, alguien confía más en nuestra persona que en una página web promocional; más en nuestros valores y nuestros conocimientos y experiencias que en el diploma que nos extendió la Universidad en la que estudiamos. De vez en cuando, gente como nosotros. De vez en cuando, gente que prefiere que un hombre libre haga su trabajo, a que lo haga un hombre camuflado con los lineamientos opulentos de sus jefes. Nos preocupa. Me preocupa a mí, a nosotros, a algunos de nosotros, que los seres humanos no nos preguntemos qué cuota de humanidad tiene aquél a quien le encargamos la prestación de un servicio. Nos preocupa que los que tienen una estructura adecuada a los parámetros del marketing sean, por una parte, un imán de profesionales que no tienen ni hora de entrada, ni hora de salida, ni oportunidad de preguntarse qué están haciendo de sus vidas (ni para qué lo están haciendo o para quién) y, por la otra, un hierro magnético frente a las personas que, igualmente férreas, prefieren, a la hora de solicitar un servicio, lo más caro con renombre que recurrir a personas simples y sencillas, no tan caras, pero sí valiosas. Cuando elegimos mantener nuestros valores, cuando el cuerpo ya no nos permite (a algunos) latir con el corazón inescrupuloso de los otros, nos sentimos, algunos nos sentimos, sí, arrojados a un barranco; sentimos, sí, el mareo que provoca la completa incertidumbre; pero tenemos más en claro que estamos haciendo algo con nuestra autenticidad. Y con nuestras convicciones. Algo, alguito, una cosa, una cosita, para cambiar el mundo y morigerar la cantidad de malezas. Para ir matando simbólicamente a unos cuantos (¡son muchos!) personajes que construyen la verdad actual del mundo. Para que renazca el ser -hasta el momento oprimido- y muera definitivamente sino el opresor, sí su máscara “verdadera”, o “su” verdad. La verdad que nosotros, algunos (no somos pocos), ponemos libremente en duda para decir que es mentira que así debe vivirse. Que es verdad que con otros encuadres la verdad de cada uno puede ser hallada sin riesgos de flojera. Tal vez yo, y otros tantos, y muchos, algunos, nosotros hayamos estudiado, en parte, para aprender a ser libres. Cuesten las desilusiones que cuesten. Porque sabemos que, en definitiva, lo más caro; sí, lo más caro en este mundo es sentirnos cómodos en el propio cuerpo en el lugar en el que estemos y sentir que nuestras acciones son consecuentes con los sentimientos y el sentido crítico que sostenemos. La esclavitud nunca se abolió del todo y, a veces pienso (pensamos, algunos) que es más penosa la que reina en nuestros días. Que son muchos los esclavos y muy fuertes las cadenas que hay que romper, las llaves que hay que arrojar al mar, los opresores a los que, para empezar, debiéramos silenciar e inmovilizar con una, con dos, con mil palabras. Y luego con unas cuantas acciones. Con una tonelada de omisiones. Pero, claro, nada de esto podemos hacer si no estamos primero solos, solitarios, en soledad, algunos, nosotros, arrojados al precipicio de una duda, tratando de amarrarnos a una rama, a una ramita que, entre tanto, nos sostenga en el camino hacia lo que parece una inevitable caída.
Gisela Vanesa Mancuso, abogada, redactora, escritora, ganadora de numerosos concursos literarios. Colaboradora en numerosas revistas digitales. [email protected]