Emprender es, entre otras cosas, tener una vara alta. Tener la vista apuntando al cielo sin dejar de pisar firme la tierra.
Es fácil escribirlo o decirlo; lo complejo es sentirlo y practicarlo constantemente. Es muy difícil apuntar alto y acertar pero es extremadamente simple dejar de tener los pies sobre la tierra.
El ecosistema emprendedor está lleno de conferencias, startups weekends, bootcamps, hackatones y eventos de todo tipo. He participado como oyente y como orador de una cantidad innumerable de ellos en los últimos diez años. Doy fe de que se escuchan cosas maravillosas, a veces te da la sensación de estar escuchando a autores de libros de autoayuda.
Hay denominador común, y muy sano por cierto, en la inmensa mayoría de los emprendedores que lograron vender sus startups. Además de seguir emprendiendo y convertirse en inversores ángeles, se vuelcan hacia su desarrollo espiritual.
Por eso te decía que a veces parece que estás frente a un autor de best seller new age. Escuchas loas al fracaso, lecciones sobre humildad y control del ego, etc., etc., etc. El problema es que algunos emprendedores oradores suelen olvidarse que después de apagar el micrófono tienen que bajar del escenario y volver a la vida real. Y allí es donde a veces se complica porque lo que hablan muchas veces no coincide con lo que hacen. Y conozco unos cuantos que tampoco armonizan el decir y hacer con el pensar.
Cuando das forma a tu startup tenés que apuntar alto. Ventas altas, ingresos altos, rentabilidad alta, satisfacción de clientes alta, satisfacción de equipo de trabajo alta…Pero muchas veces sucede que lo que sube es la codicia, la ambición y la avaricia y tu sueño emprendedor deja de tener alas y empieza a tener barrotes. Sin que te des cuenta, tu libertad comienza a convertirse en tu grillete, tan sutilmente que cuando te des cuenta ya estás atrapado. Como el personaje de este cuento:
“Una vez el sultán iba cabalgando por las calles de Estambul, rodeado de cortesanos y soldados. Todos los habitantes de la ciudad habían salido de sus casas para verle. Al pasar, todo el mundo le hacía una reverencia. Todos menos un derviche harapiento.
El sultán detuvo la procesión e hizo que trajeran al derviche ante él. Exigió saber por qué no se había inclinado como los demás.
El derviche contestó:
– Que toda esa gente se incline ante ti significa que todos ellos anhelan lo que tú tienes: dinero, poder, posición social. Gracias a Dios esas cosas ya no significan nada para mí. Así pues, ¿por qué habría de inclinarme ante ti, si tengo dos esclavos que son tus señores?
La muchedumbre contuvo la respiración y el sultán se puso blanco de cólera.
– ¿Qué quieres decir? – gritó.
– Mis dos esclavos, que son tus maestros, son la ira y la codicia – dijo el derviche tranquilamente.
Dándose cuenta de que lo que había escuchado era cierto, el sultán se inclinó ante el derviche.
Feliz semana, felices emprendimientos, feliz vida para todos.
Marcelo Berenstein
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Muy interesante la reflexión y didáctica. Gracias y te envío saludos.
Gracias Carmen