Paradojalmente, en el centro, la mayoría somos periféricos. Nos exponemos a una violencia más indigna e hiriente que la que puede producir un boxeador cuando noquea a su rival. Esta es mi humilde crónica de un trámite en el centralizado centro de la ciudad de Buenos Aires, un intento de trompada periodística al “sistema”.
Mi jefe me concedió el placer de encomendarme un trámite, de esos que yo conozco, que suelo hacer, y que me convierten en una cadeta privilegiada. Pero esta vez, a pesar de que era viernes, me había despertado “cruzada” o, mejor dicho, me había despertado derecha, pero la factura —no una medialuna— del servicio de internet marcaba “saldo a pagar $162”, lo cual me desanimó, considerando que había accedido a una promoción por la cual me cobrarían veinticuatro mangos al mes. Se equivocaron. Y yo me hice dueña de otro “número de reclamo” —ya, antes de la mudanza, había pedido que no me facturen el mes en que no iba a utilizar internet y, de todas maneras, lo hicieron—.
Me acordé enseguida —enseguida de que mi jefe me ordenara el trámite— cuando mi vieja me mandaba a hacer los mandados porque sabía cuando salía y, nunca, cuánto tiempo demoraría en volver con las cosas (era más placentero, a veces, hacer “sociales” con los vecinos que volver a casa). En fin. Salí de la oficina con ganas porque, en definitiva, estar encerrada en la pecera donde trabajo, me hace sentir un pez, y yo prefería “hacer burbujas de amor por donde quiera”.
En el umbral del edificio miré el reloj. 14:20. No dudé en tomar un taxi porque ese trámite era ir al Banco de la Nación Argentina que está en Callao al 100 y yo, a catorce cuadras de ahí. Ya me imaginaba, llegar 15.01, mis labios abiertos diciendo “no” hechos sopapas contra el vidrio de la puerta. Veo venir un peugeot 504 —acostumbrada al bondi, no hago, como distingo hacen muchos, una selección de modelo y marca de auto/taxi—.
—Esta, es tierra de nadie —introduce el taxista—, hacía mucho tiempo que no me agarraba una manifestación así. Estuve parado una hora y media. Perdí medio día de trabajo.
—¿Por qué, quién se manifiesta hoy? —le dije, sabiendo que esa pregunta no importaba tanto si consideraba que todos los días en puntos neurálgicos del centro porteño; nosotros, los periféricos, que salimos a las calles a laburar, nos encontramos a diario con aglomeraciones que interrumpen el tránsito. Con justicia, seguro. Pero con injusticia, también.
—No sé quién se manifiesta, la verdad —era lo que yo intuía, fue una pregunta de rigor nomás— Los argentinos —prosiguió— ¡somos de vivos!, nos “cagamos” entre nosotros.
No pude menos que asentir y estar de acuerdo. Charlas como éstas eran parte del vivir entre salvajes; como salvaje, a veces, so pena de ser atropellado y regresar sin billetera, sin guita, o con un palazo en la cabeza. Prosiguió viaje, habíamos hecho siete cuadras y el relojito ya marcaba seis mangos, me sugirió —y no dudé en complacerlo— que bajara, porque el tránsito era lento y estaba perdiendo tiempo y plata. Ahí quedé, en Riobamba y Lavalle, a las 14.35. Y empecé a caminar, entre el smog y las burbujitas de detergente que un vendedor ambulante vendía en una equina.
Llegué al banco. Que era banco pero no era “un banco”. Porque, divisadas las cajas —desde lo lejos, en la fila— había carteles sentenciadores tales como “no hay dólares”, “no hay monedas”, “no hay billetes de dos pesos”. Cuando llegó mi turno —después de haberme cruzado al organismo de acuerdos laborales que estaba enfrente porque me faltaba un papelito—, le aconsejé al cajero: —che, porque no ponen un cartel que diga “no hay empleados”, es lo único que faltaría—, y nos reímos juntos porque él no tiene la culpa, yo tampoco, el Banco central de la República Argentina tampoco, ni el Ministro de Economía. Telerman, no. Kirchner no. Y Dios no tiene la culpa, no.
Me fui 14.50, hacia enfrente donde debía acreditar el pago que había hecho. Fue enorme la sorpresa cuando advertí que solo me ocuparía unos minutos culminar con el “mandado” que tenía que hacer. Y así fue, hasta me sonrió el empleado, y me deseo buenas tardes. ¡No lo podía creer!
Me fui caminando por Callao, bajo la llovizna tibia de un adelanto de primavera, pensando en esta nota, intuyendo que ahí se terminaba el hecho real de mi crónica (si sos periférico, te gusta escribir, y no se te ocurre nada, pegate una vueltita por el centro). Pero no. Como cuando salía a hacer los mandados que mamá me mandaba a hacer, no se sabía cuándo estaba terminado. Y me fui caminando por Callao —tarareando para mis adentros Balada para un loco, me sentía realmente loca y eso estaba bueno, aunque la luna no rodaba por ningún lado. Y, ¿viste cómo somos las mujeres?, me paré en la vidriera de una perfumería para mirar los distintos shampoes que vendían. Me quise dar un regalo —ya era el tercero en el día—: es que “la resistencia” —como bien llama Sábato a la actividad diaria en el mundo global— requiere de algún estímulo.
Me llevó cinco minutos seleccionar el sampoo —sí, sí ,me llevó quince y ¿qué?, después bien que te gusta acariciarme el pelo y que esté sedoso- y, cuando llegué a la caja, entró el doble de Larry de Los tres chiflados, con una cajita de termidor en la mano. A la pregunta de la empleada acerca de qué necesitaba respondió que nada, a la par que cerró para siempre con toda su furia la puerta corrediza de la perfumería. Me pegué un julepe que ni te cuento. Salí a la calle a buscar un policía —en realidad, salí a protegerme de este hombre borracho, pero que no había perdido fuerza. Por suerte, se fue enseguida —cuando escuchó la palabra “policía”. Por suerte, a algunos “periféricos peligrosos” les basta con escuchar la palabra, porque lo que era en Callao: no había un solo policía a la vista.
Y ahora sí, me fui caminando por Callao, suspirando, sin hipo, bajo la lluvia tibia de septiembre. Los papeles, bien, llegaron, llovidos, pero enteros. Mi jefe me dijo “gracias” —por el mandado, pensé—, y yo me sentí “enriquecida” por lo que había vivido. Porque sin movilizarme más que un par de cuadras, había aprendido algo que hacía un rato me estaba haciendo eco en la cabeza: “Ésta, es tierra de nadie. ¡Somos de vivos los argentinos! Nos cagamos entre nosotros…”
* Gisela Mancuso. Abogada, redactora, escritora, ganadora de numerosos concursos literarios. [email protected]. autora del libro Abrazo Mariposa http://ar.geocities.com/abrazomariposa/abrazomariposa.html