En una inquietante y profunda película llamada La invención de la mentira, el comediante británico Ricky Gervais explora las consecuencias de una premisa interesante: cómo sería el mundo si fuera imposible mentir. El film merece ser visto y por lo tanto no quiero arruinarlo comentando demasiados detalles. Baste decir que a poco de comenzado resulta claro el imprescindible aporte que la mentira hace a nuestra sociedad. Como un verdadero lubricante social, la mayoría de las relaciones humanas depende en gran medida de no caer en la honestidad brutal.
Pero aun conscientes de su importante rol, detectar las mentiras ajenas ha sido una meta largamente perseguida desde distintas ramas de la ciencia y la tecnología. Los mecanismos disponibles hasta hoy son relativamente precarios: por un lado, prestar atención a los gestos corporales involuntarios, al estilo de la serie Lie to Me. Por otro, el uso de polígrafos, aparatos que utilizan signos vitales como el ritmo cardíaco o la transpiración para intentar detectar si lo que una persona dice es verdadero o falso.
Ambos métodos son burdos y relativamente fáciles de manipular con un poco de entrenamiento. Pero la tecnología comienza a brindar herramientas inquietantemente más poderosas para lograr este fin. Científicos de la Universidad de Oxford están entrenando computadoras para analizar las expresiones faciales con un nivel de detalle inalcanzable para cualquier ser humano, incluso un especialista. Y desde el MIT se agrega Affectiva, un software capaz de detectar las emociones humanas.
La mejora de estos métodos es importante, pero avanzamos finalmente hacia el método más eficaz, quizás imposible de falsear: utilizar un escáner cerebral para leer la actividad neuronal e identificar los patrones eléctricos de nuestra mente asociados al acto de decir la verdad o mentir. Las compañías que trabajan en esta tecnología afirman haber alcanzado una efectividad del 90% y estar en condiciones de llegar al 99 por ciento.
Los primeros clientes, naturalmente, son los ejércitos y servicios de inteligencia de los países desarrollados para quienes tener la posibilidad de verificar la veracidad de sus fuentes, reconocer amigos o enemigos y detectar espías resulta clave. Pero con el avance de los aparatos que se llevan encima, como los anteojos Glass y otros dispositivos cerebrales, seguramente en algún momento sea posible masificar estos sistemas y que quien quiera hacerlo pueda saber a ciencia cierta cuando alguien le está mintiendo.
Siguiendo con las series, House of Cards pone arriba de la mesa el enorme poder del engaño y la mentira en la construcción de poder político. Por eso, en el contexto de un año electoral, resulta tentador imaginar discursos de campaña basados en la opinión genuina de los candidatos y no en los consejos de los asesores de marketing político o los resultados de las encuestas. Tal vez resulte ingenuo pensarlo en un país donde los aspirantes a la presidencia normalmente no se prestan a debatir públicamente entre sí sus ideas y propuestas. Pero no está lejos el momento en que la tecnología haga esto, al menos, posible.
Como el film de Gervais se encarga de mostrar, los impactos de un mundo sin mentiras son profundos y difíciles de prever. Una vez más el avance de la tecnología promete poner en jaque la manera en la que estamos acostumbrados a vivir. Sólo me animo a predecir que cuando el momento llegue, para nosotros, los actores de la realidad, difícilmente la vida mantenga el tono de comedia de la película original.
Santiago Bilinkis
(Esta nota fue publicada en la Revista La Nación del domingo 3 de mayo de 2015)