La mayoría de las conversaciones laborales desincentivan el cuestionamiento real y franco; las empresas se benefician de las preguntas que desafían los planes y las ideas preestablecidas.
Estaba a punto de entrar a una conferencia telefónica y le pregunté al organizador si había programado un límite de tiempo. Dijo que no, pero que esperaba que la llamada terminara en 45 minutos.
La llamada inició, y después de 70 minutos colgué, sabiendo que siempre podía fingir que Skype había cortado la llamada. Pero nadie se quejó. Parece que no era el único frustrado.
No era sólo que la llamada fuera larga, o que en una hora y 10 minutos no se hubiera logrado nada digno de mención. Ni tampoco estaba molesto por el tiempo que había perdido. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que las conferencias telefónicas rara vez satisfacen porque nos unimos a ellas con la esperanza de disfrutar de una colaboración significativa cuando, de hecho, toda su organización entrena a nuestras mentes para prevenir los daños y salvar la cara.
Hablamos porque no hacerlo rebajaría nuestra posición en el grupo. Seguimos hablando porque nos preocupa que todavía no hayamos demostrado nuestro valor. Y todos se enfocan tanto en sonar inteligentes que a menudo no otorgamos a los otros el reconocimiento que nosotros mismos anhelamos.
Experiencias como éstas demuestran ampliamente la necesidad de una “cultura del cuestionamiento”, argumenta Warren Berger en su próximo libro ‘A More Beautiful Question: The Power of Inquiry to Spark Breakthrough Ideas’.
Muchos lugares de trabajo, escribe Berger, desalientan el diálogo real; el tipo de diálogo que se obtiene cuando la gente se siente libre para desafiar los planes, ideas, o incluso desafiarse entre sí. Argumenta que las culturas laborales que fomentan el cuestionamiento grupal consiguen una ventaja. Las “ocasionalmente caóticas” sesiones semanales ‘TGIF’ de Google, durante las cuales se invita a todos los empleados a hacer preguntas a Larry Page y Sergey Brin, tienen la aprobación de Berger, así como el Media Lab del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), donde los ingenieros experimentan ampliamente y fracasan, fracasan de nuevo, y fracasan mejor en el camino hacia una solución.
En tales contextos, el no saber no es penalizado. “Constantemente me posiciono como un idiota”, dijo a Berger Paul Bennett, de la firma de diseño IDEO. Él cree que esta disposición a preguntar lo que él mismo llama “preguntas increíblemente ingenuas” ha ayudado a su empresa a prosperar.
Con “increíblemente ingenuas”, Bennett se refiere a esas preguntas dolorosamente elementales que en algunas audiencias le atraerían miradas reprobatorias. Al ser llamado a hablar ante el parlamento de Islandia tras la crisis financiera del país, él preguntó: “¿Dónde está el dinero?” No pretendía ser irrespetuoso, explicó más tarde, pero fue debido a que las preguntas tipo ‘primero lo primero’ impulsan a una audiencia a explicar las cosas con sencillez, y con esa sencillez viene la claridad.
Las preguntas increíblemente ingenuas funcionan porque bajan las defensas. También nos obligan a dejar de lado las respuestas rutinarias. Esto puede relajar el ritmo de una conversación; pero todo eso es para bien, argumenta Berger.
“En la mayoría de las reuniones —y en la mayoría de todo lo que hacemos en los negocios, generalmente estamos tratando de que las cosas sigan avanzando y simplemente ‘sacar los pendientes’. Es un impulso natural, y por supuesto que es importante hacer las cosas y mantener los tiempos previstos. El problema es que esto deja poco tiempo para cuestionar los supuestos, como por ejemplo: “¿Por qué hacemos esto en particular? ¿Realmente lo analizamos bien y consideramos otras posibilidades?”
Berger recomienda instituir una pausa para hacer preguntas que desafíen los supuestos básicos de operación del grupo. (Entre mis preguntas estaría: “¿Qué es lo que esperamos lograr en 70 minutos, que no podamos hacer en 45?”).
No existe una fórmula ideal para diseñar esta pausa. Pero con el tiempo, un grupo desarrolla una tolerancia a ella. “Y aunque puede parecer como que estás desacelerando el progreso, lo que en realidad estás haciendo es asegurarte de que tu ‘progreso’ no te esté llevando por el camino equivocado”.
Lograr esa cultura de cuestionamiento sería fácil, pensé, si fuera respaldada por CEO iluminados que demuestren con su confiado ejemplo que las preguntas increíblemente ingenuas no son necesariamente un signo de debilidad, estupidez o falta de espíritu de equipo. Pero ¿qué pasa con las personas que reportan a los inseguros mandos medios a quienes no les gusta la idea… o las preguntas?
Berger no se preocupa.
“Los líderes deben indicar a las personas reacias que ahora esto es parte de lo que se espera de ellas: cuestionar y agradecer las preguntas, y también fomentar un tipo de cuestionamiento que sea ambicioso, positivo, reflexivo, y potencialmente factible”. (En oposición a que la gente simplemente pregunte sobre las políticas de vacaciones).
Esto podría significar recompensas por preguntas hermosas. También significa una nueva responsabilidad colectiva por los resultados de las sesiones de preguntas. “No castigues (al autor de la pregunta) diciendo: ‘Bueno, has planteado esta pregunta, ahora te corresponde a ti (solo) encontrar la respuesta’”.
La mayoría de las buenas preguntas no tienen respuestas organizadas. Pero sólo al aceptar ese desorden -y, a veces la insolencia o la estupidez-, avanzaremos a tientas hacia la brillantez.
Por: Megan Hustad
Fuente: Fortune via CNN Expansión