por Dr. Horacio Krell*
La vida, por imperfecta que sea, vale más cuando dejamos de perseguir la perfección y empezamos a crear con lo que somos. Por eso, cuidado con la exigencia desmedida
Perfección o perfeccionismo: cómo la exigencia personal mal entendida debilita el poder personal
El poeta Amado Nervo escribió: “Yo fui el arquitecto de mi propio destino. Amé, fui amado… ¡Vida, estamos en paz!”. Esta frase condensa una idea poderosa: podemos construir nuestra vida con libertad y responsabilidad, sin ataduras al perfeccionismo.
Verdi decía que buscó la perfección toda su vida, pero nunca la halló. Su grandeza no estuvo en alcanzarla, sino en mantenerse en movimiento, siempre comprometido con su misión. La perfección entendida como mejora continua es fuente de juventud, no de frustración.
La sociedad actual, sin embargo, muchas veces nos empuja hacia un perfeccionismo destructivo. Vivimos más pendientes del radar que imita a los demás, que de la brújula interior que guía nuestro propósito. Se valora el éxito, no el proceso; el resultado, no el aprendizaje. Así, nos perdemos a nosotros mismos.
El perfeccionismo paraliza. Quien espera condiciones ideales, no actúa. Cree que solo vale por lo que logra. Su exigencia lo asfixia. Vive en tensión, teme fallar, pierde productividad y alegría. No acepta que equivocarse es necesario para aprender y que la realidad, con sus límites, es una gran maestra.
Dos fuerzas en el cerebro: avanzar o resistirse
En el cerebro conviven dos fuerzas. Una es activa, impulsa a superarse. La otra es conservadora: promueve excusas, aplica la ley del menor esfuerzo y se rige por el miedo al error. Si esta última domina, el ser humano funciona apenas al 10% de su capacidad.
Por eso, entrenar la mente es esencial. Eleva el empowerment —el poder interior— y ayuda a enfrentar desafíos con claridad. Como decía Viktor Frankl: “Quien tiene un porqué, puede soportar cualquier cómo”.
Reserva cognitiva: cómo evitar la decadencia mental
Vivir más años también aumenta el riesgo de enfermedades como el Alzheimer. Pero estudios como el de las monjas de Minnesota revelan que mantener una vida activa intelectual, emocional y social protege el cerebro. El caso de la hermana Bernadette es revelador: tuvo un cerebro deteriorado por el Alzheimer, pero nunca mostró síntomas. Su reserva cognitiva la protegió.
Otros hallazgos similares se vieron en ajedrecistas activos: ninguno padeció Alzheimer. La mente que se ejercita crea nuevas conexiones, resiste el deterioro. Leer, aprender cosas nuevas, cambiar rutinas, tener relaciones significativas y realizar juegos mentales con objetivos son formas de alimentar esa reserva y sostener la resiliencia.
Innovar para no caer en la rutina
El ser humano ama la rutina, pero ella también anestesia. La mente necesita novedades para mantenerse alerta. La resiliencia crece enfrentando desafíos, cuidando la salud física y mental, y saliendo del piloto automático. Como Einstein, cuyo cerebro mostró conexiones extraordinarias entre los hemisferios: su estilo de vida fue más decisivo que su biología.
Disciplina, creatividad y sistema
Exigencia y disciplinarse no es vivir rígido. Es ordenar los esfuerzos con un propósito claro. En un sistema, las partes están conectadas. Aplicar más fuerza en un sistema mal diseñado solo empeora las cosas. Pensar en sistemas permite detectar causas ocultas, anticiparse al error y transformar hábitos en oportunidades.
La creatividad no surge del caos ni de la presión, sino de una mente libre y enfocada. CREO —como verbo doble: crear y creer— implica actuar en primera persona. El ser humano, al conectar su deseo con la acción y la reflexión, se vuelve el mejor imitador de Dios en la Tierra.
Perfeccionismo adaptativo: excelencia sin obsesión
El perfeccionismo adaptativo sí es saludable. Reconoce que lo perfecto no existe, pero celebra lo que se logra. No se aferra al “todo o nada”, sino que valora el camino. Sabe que perder también es parte del juego. Se acepta, mejora continuamente y disfruta del proceso.
Este tipo de persona no se inmoviliza frente a lo incierto. Tolera el error, maneja su tiempo, no discute ideas por orgullo, sino que escucha para crecer. Tiene disciplina pero no rigidez, velocidad sin ansiedad, intuición sin impulsividad. Aprende de la historia, se adapta al presente, detecta lo invisible.
Porque, al fin y al cabo, como decía Aristóteles: “La realidad es la única verdad”. Y la vida, por imperfecta que sea, vale más cuando dejamos de perseguir la perfección y empezamos a crear con lo que somos.