Son cifras. Somos números. ¿Desde qué lugar puede contribuir uno cuando a uno le cuesta tanto tener un espacio y mantenerlo? ¿Cuándo votamos, no estamos votando para que el que no tiene su lugar pueda encontrarlo, y el que lo tiene pueda mantenerlo sin explotación?
Son cifras. Somos números. ¿Desde qué lugar puede contribuir uno cuando a uno le cuesta tanto tener un espacio y mantenerlo? ¿Cuándo votamos, no estamos votando para que el que no tiene su lugar pueda encontrarlo, y el que lo tiene pueda mantenerlo sin explotación? Es la sociedad de la indiferencia frente al hambre. La sociedad moderna que nos mantiene atentos a la ficción, y a los bailes de los otros, pero indiferentes ante los hechos de gran trascendencia humana (aunque de poca trascendencia popular). ¿Dónde está el “alma” del ser político? Quién puede decirlo y explicarlo —que levante la mano— que no es prioritario saciar el hambre frente a cualquier otra penitencia de la vida. ¿Quién puede hacer que no exista en este tamaño? La conjugación del verbo nos lleva: poder: puedo, podemos… El acceso al poder es para poder hacerlo. Y viene a cuento de que los otros días, zafé de convertirme en sardina del subte en la hora pico. Me senté en las butacas alfombradas de rojo hacia donde todos corremos no bien se abren las puertas corredizas automáticas. Como si estuviéramos jugando al juego de la silla, el juego de la vida moderna en la emblemática ciudad de Buenos Aires. Esto significa que cuando la música se corta, todos tienen que correr rápido a costa de haberse llevado a más de uno por delante, y arrojarse en el asiento libre antes de que lo ocupe otro “competidor”. Competimos por salvarnos. Nos salvamos los que podemos; los que no podemos, por ahí se sientan, pero nadie se les acerca, “porque su aspecto produce temor, porque está drogado o borracho” ¿Y? Y me senté al lado de un chico que si aparentaba veinticinco era por la mala vida que llevaba. Lo observé, intentando indagar si de su apariencia podía desprenderse si solo pasaba un mal trago o, si en verdad, no estaba tragando nada más que saliva desde hacía algún tiempo. El subte avanzaba, y él —parecía— encontraba paz a partir del movimiento. Se dormía, se despertaba y se volvía a dormir, de estación a estación. Bajó antes que yo, y no pude menos que mirar a los otros pasajeros adiestrados por las costumbres modernas en concentrarse en su pensamiento, en su mp3, o en los mensajes de texto del celular, para llegar al trabajo y dedicarle media hora a las noticias que se dicen son noticia, bajo el signo de una editorial, algo así como lo que podemos leer igualmente si vemos lo sucede alrededor de las personas, a diario, lo que sucede no bien nos predisponemos a ver la realidad. Y, es cierto, nada puede hacerse. Cada uno tiene sus problemas y apenas si logra disuadir los suyos como para ocuparse ahora de los demás. De ocuparse ahora de esas cosas que uno espera que subsanen los gobiernos cuando ganan las elecciones tiempo en el que sus plataformas políticas son plataformas submarinas: se convierten en agua estancada, base de su rol, pero que se van con un soplo de viento cuando el cargo está “democráticamente” respaldado. Y, sin embargo, ese chico que yo vi, que me hizo pensar y que seguramente a más de uno dejó tildado, es un número que puede o no estar en las cifras del Indec porque en nada cambia un número a una cifra. Así nos tratan. Somos parte de una globalidad, pero como parte no valemos nada, no somos determinantes de nada, y mucho menos necesarios. Ese chico, que no mereció la atención de muchos, es parte de una realidad que no trasciende todos los días, una realidad a la que no le dedicamos más de cinco segundos que se nos imponen no bien pasa por delante nuestro y alguien nos pide “una monedita”. No sabemos cómo se hace para ayudarlos a todos, tal vez sólo sabemos cómo ayudar a uno. Y sabemos que son “otros” los que pueden hacer algo apropiado para salvar sus vidas. Para salvar sus vidas, claro. En el juego de la silla, ese chico pierde. Porque no tiene fuerzas ni energías suficientes para correr, para tener una oportunidad de correr y sentarse, y ocupar un lugar. Porque, es claro, en este país —tal vez en muchos (por ahora, me importa el mío) — no hay lugar para todos. Lo confirmé los otros días cuando volví a ver al chico del subte, con aspecto abatido y desesperado, caminando por los pasillos diciendo primero, gritando después: “Tengo hambre… Hace cuatro días que no como. Tengo hambre. Tengo hambre. ¡Tengo hambreeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!” Y pasó al otro vagón. Teniendo hambre. Me culpé por no bajar en una estación para comprarle algo porque tenía un compromiso y estaba llegando tarde. Pero más culpable me sentí por formar parte de una sociedad que es indiferente en lo absoluto a la indigencia humana. Y que es indiferente porque a su vez son ignorados como individuos quienes los ponen en un porcentaje estadístico, quienes no hacen nada frente al sacrificio que deben hacer para llevar dinero a sus casas. Quiénes no se incomodan por cómo lo hacen cuando su único objetivo es, no tanto correr para alcanzar la silla y no perder el juego, sino comprar su silla, la de al lado, y todas las sillas que pueda para después “prestarlas” a sus dependientes que responderán amablemente con tal de tener un trabajo. Parece éste el país del “sálvese quien pueda” o “arrolle a quien quiera para recontraresalvarse la vida”. Mientras tanto, uno, solo uno, ¿y cuánto es uno?, camina, con la cabeza agacha, por los pasillos del subte cantando que tiene hambre.
* Gisela Mancuso. Abogada, redactora, escritora, ganadora de numerosos concursos literarios. [email protected]. autora del libro Abrazo Mariposa http://ar.geocities.com/abrazomariposa/abrazomariposa.html