“Si bien pueden caber muy pocas dudas de que todo pensamiento creador, así como cualquier otra actividad espontánea, se hallan inseparablemente ligados a las emociones, el vivir y el pensar sin ellas ha sido erigido en ideal (…) Al aceptar esta norma, el individuo se ha debilitado grandemente; su pensamiento ha resultado empobrecido y achatado…”
El miedo a la libertad, Erich Fromm
Es estático el mecanismo y el resultado. Sale el sol, el día pasa detrás del vidrio como si viajara a escondidas de quien está dormido en la butaca del tren, dejando que la vida lo atraviese, sin atravesarla él mismo. Sin ver el arco iris, sin sentir el olor de la tormenta que se anuncia en el aire húmedo. Sin sentir el quiebre de las hojas secas que alfombran las calles. Perdiéndose las jugadas de lo incierto. El hombre estrellado se fue a dormir sin mirar las estrellas, su jornada controlada ha terminado.
El emprendedor llegó demorado a la oficina porque aunque lo encegueció, quiso ver cómo el sol lo mostraba dinámico. La sombra adelante. El sol con sus rayos. El hombre rayado, escribiendo la hoja en blanco de su día. La vida lo sorprende. Imprevista vida que produce tanto miedo cuando la libertad se despliega arrellanándose en nuestra estadía.
El ombú de la plaza, que hoy atravesó diferentemente, abrazaba con sus implacables troncos varios colchones sin funda, agrietados los hombres que aquella noche durmieron sobre el calor de los brazos del árbol. Se quedó pensativo. Se preguntó, se respondió, y no se atrevió a enviar la imagen a la papelera de reciclaje de su memoria. Se sintió parte de esa realidad.
Caminó.
Cuando llegó a la oficina tuvo que cancelar la reunión prevista para las nueve porque la recepcionista había soltado una lágrima no bien el emprendedor había cruzado la puerta. El emprendedor se hizo árbol sin el límite controlado de la autoridad, y le regaló su pañuelo.
Luego trabajó, no como todos los días, sino como ese día único, porque el hombre que emprende ha perdido el control remoto que lo dirigía. Es espontáneo. Improvisa en la rutina, y le imprime su arte. Se echa a reír, se afloja el nudo de la corbata, y responde el e-mail a su cliente. Le escribe “Buenos días”, le pregunta cómo está, y luego transcribe el presupuesto.
Vivió su jornada con la duda de los que viven sin programas rígidos, y salió de la oficina a tiempo: en el momento en que el día se confundía con la noche, cuando la luna y el sol estaban presentes en simultáneo. Condujo el auto hacia su casa asomándose de tanto en tanto por la ventana, para ver qué tipo de descontrol se había propuesto el cielo: esa noche la cruz del sur estaba más al norte, las tres marías se habían independizado, y la osa mayor había vuelto a ser una niña. Finalmente, vio caer precipitosa una estrella fugaz y pidió rápidamente tres deseos: un lugar para los hombres que viven en el ombú, una sonrisa para su secretaria, y que su mujer lo esperara con los brazos tendidos.
Los emprendedores saben que nada es tan liberador como perder el control absoluto de sus actividades, porque confía en su talento, y se permite improvisar frente a cada circunstancia. Trabaja, emprende, tiene éxito y, mientras tanto, no se olvida de vivir la vida.