Le propongo que haga la siguiente prueba: encare a la primera persona que se le cruce en la calle, mírela directo a los ojos, muéstrele su mano con los dedos índice y medio extendidos y exclame: ¡dos!
Si no lo internan en un hospital psiquiátrico, podrá completar el experimento. Diríjase a quien venda boletos en el tren subterráneo, haga el mismo gesto y dígale lo mismo que antes: ¡dos!. Verá que sin inmutarse le venderán dos pasajes. Vale decir que un mismo mensaje, dicho de la misma manera a dos personas distintas en dos contextos distintos, producen resultados bien diferentes.
Por lo tanto, debemos adaptar nuestro mensaje a la persona indicada. Por ejemplo, cuando hablamos con niños utilizamos un vocabulario que puedan comprender. Si vamos de viaje a Finlandia, supongo que usted no será de los que piensan que los finlandeses le comprenderán si les habla más alto o más lento en castellano. Es famosos el cuento de un español, recién llegado a Berlín, que tomó un taxi y le dijo al conductor: “Se-ñor, por – fa-vor, llé-ve-me a la puer-ta de Bran-der-bur-go”. El taxista le respondió: “Có-mo no, se-ñor. En-se-gui-da.” Sorprendido de que el chofer hablase igual igual que él, el pasajero inquirió: “¿Es us-ted a-le-mán?. A lo que el taxista respondió: “No se-ñor, soy es-pa-ñol.” El pasajero, ofuscado, exclamó: “En-ton-ces, ¿qué ha-ce-mos ha-blan-do a-le-mán?
Lo que les comunicamos a los demás no son nuestras ideas, sino lo que los demás interpretan a partir de nuestras palabras.
Un refrán dice que uno es dueño de sus palabras hasta que las dice. Luego nuestro interlocutor se adueña de ellas y las interpreta a su propio modo. Sencillo de comprender y aceptar, pero con consecuencias que pueden resultar poco simpáticas.
No es relevante preguntarles a los demás si nos entendieron o no. Ya sea que nos respondan que sí o que no, lo que en definitiva nos responden es si entendieron (o no) nuestras palabras. Cuando una señora le pidió a Pablo Picasso que le explicase uno de sus cuadros cubistas, él le dijo que lo haría con gusto, pero le advirtió que no estaba seguro de que ella comprendería el cuadro o tan solo la explicación. La pregunta del millón no es si nos entendieron, sino qué entendieron.
Y todos sabemos que preguntarle a alguien “qué entendió” no es demasiado cortés.
Una posibilidad es preguntarle acerca de lo que uno dijo. Supongamos que se le explica a un empleado cómo operar una máquina. Luego de la explicación, se le puede preguntar cuál es el primer paso para encenderla o cuáles son los procedimientos de seguridad. Si lo que obtiene por respuesta es lo que uno quiere oír, entonces el empleado recibió el mensaje correcto.
Podemos por lo tanto definir a la comunicación eficaz en estos términos: COMUNICACIÓN EFICAZ ES AQUELLA EN QUE LA INTENCIÓN DEL COMUNICADOR Y LA RESPUESTA DEL OYENTE SON LA MISMA.
Rafael Sábat. Uruguayo. Es arquitecto y MBA. Formado en Programación Neurolingüística en la Argentina y EE. UU., posee una vasta trayectoria como capacitador y docente en temas relacionados con la comunicación eficaz, las negociaciones, el liderazgo y la resolución de problemas. Ha desempeñado varias funciones en empresas, y está a cargo del curso de Técnicas de Persuasión en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Autor de "Hágame Caso. Técnicas de persuasión para vida cotidiana"
fuente: Aguilar Empresas