Una aproximación filosófica de la intuición nos dice que es la percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como evidente a quien la tiene. Desde mi punto de vista la intuición se parece mucho, en su mecanismo de veloz apropiación, al concepto de Eureka o alumbramiento repentino de una idea.
Las intuiciones nos desbordan a diario. Intuimos desde una llamada de un amigo hasta el gol del equipo favorito. Intuimos consecuencias, intuimos relaciones, somos básicamente y por naturaleza, seres intuitivos.
También somos racionales. También somos cartesianos. O al menos pretendemos serlo. Pero así como pienso que somos intuitivos más por naturaleza que por enseñanza, también creo que somos racionales por el mecanismo inverso.
Es casi un trabalenguas: «No sabemos como lo sabemos pero si sabemos que sabemos». Bill Gates, por ejemplo, reconoce sin prurito la importancia de la intuición. A través de ella y en súbita decisión eligió abandonar la universidad y dedicarse por completo al mundo de la computación.
La intuición es una forma de apropiación del conocimiento reservada para quienes disponen de grandes dosis de confianza en sí mismos. Porque las intuiciones nos invaden a todos, solo una élite emocional puede darle curso en franca sintonía y sin complejos de encubierta racionalidad.
Walt Disney fue contra todos cuando decidió hacer un rodaje de dibujos animados que excediese los pocos minutos cuando apostó y llevó a la pantalla grande a “Blancanieves y los siete enanitos”.
Walt Disney fue contra todos cuando ideó y ejecutó su parque de diversiones Disneylandia.
Walt Disney fue contra todos, porque no tenía pruebas de carácter racional, solo la convicción de saber que su intuición era verdaderamente confiable.
Las grandes ideas de Walt Disney no hubiesen podido ver la luz sin que detrás de ellas no se encontrase un fuerte sustrato de confianza en ellas. Confió en su intuición, siempre.
El bastón de los grandes racionalistas de los negocios son los estudios de mercado y los enfoques psicométricos entre otras herramientas de objetivación de la conducta humana. Artilugios intelectuales destinados a proveer certeza en ámbitos donde la misma se diluye a velocidades siderales. Ya no existe la certeza. No hay tiempo para la certidumbre.
El gran sustrato de los nuevos gurús de los negocios es una confianza absoluta en sus intuiciones y en saber que “va a andar” sin necesidad de certezas elaboradas “ad hoc”.
Está comprobado que el exceso de información tiende a realizar más compleja (¡y con más posibilidades de error!) el resultado de una decisión. Un estudio reciente probó que si los ascensos en las empresas se realizaran con métodos azarosos los resultados serían mejores que los obtenidos por los métodos tradicionales.
Parece una incongruencia. El negocio de la «racionalidad» necesita definitivamente complementarse con las señales que nos envían los sentidos y el inconciente: las cosquillas, las palpitaciones, las sudoraciones y los alumbramientos intelectuales espontáneos. Es que, estos fenómenos corporales no se producen porque sí; son manifestaciones del cuerpo que anuncian que nuestra psiquis ha estado trabajando sobre el tema, ha realizado de manera autónoma todas las conexiones y sinapsis posibles y ha arribado a una conclusión. La cosquilla, la sudoración, la palpitación (o la forma individual en que se exprese en cada uno) lo único que hace es advertir que el proceso de construcción cognitiva de la respuesta está terminado y se ha arribado a una conclusión.
¿Existe alguna posibilidad hoy día de tomar las decisiones en otro ámbito que no sea de cambio veloz y estrés elevado? Producir una revalorización de la intuición, de las “corazonadas”, de la “cognición rápida” es apropiarse a nuevas formas de conocimiento indispensables para la sobrevivencia en el mundo corporativo y empresarial.