Rupert Merson: Problemas de alineación

Entender cabalmente la relación entre medición del desempeño y comportamientos deseados es imprescindible para establecer sistemas de recompensas que aseguren la gobernabilidad corporativa.

La medición del desempeño y, en particular, los esquemas de gratificación constituyen herramientas clave de todo sistema de gestión. Y son, al mismo tiempo, pilares de la gobernabilidad corporativa. Porque alinear los intereses de accionistas y directivos es garantía de buen manejo empresarial.

No obstante, parecería que cuanto más procuramos perfeccionar los instrumentos e indicadores del desempeño organizacional, y cuanto más tratamos de sacar conclusiones prácticas a partir de ellos, más evidente se vuelve el hecho de que lo importante es difícil de medir. Las empresas son demasiado complejas como para que todo pueda resolverse mediante reglas simples; están conformadas esencialmente por personas, y las personas no responden siempre del modo esperado a los estímulos.

Recurso cómodo
Como dice el viejo refrán, lo que no puede medirse no puede manejarse. A menudo, la necesidad de contar con alguna cifra que indique que se está en el camino correcto lleva a las empresas a optar por la vía más rápida: calcular sólo lo que les resulta sencillo. En consecuencia, llegan a resultados desafortunados. Es la famosa “falacia de McNamara”, el secretario de Defensa de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, quien medía el éxito militar en términos de la proporción de bajas del Viet Cong comparadas con las estadounidenses. El tipo de reduccionismo lógico de McNamara ha llevado a los responsables de tomar decisiones a callejones sin salida. Como explica el pensador del management Charles Handy, “el primer paso hacia un callejón sin salida es calcular aquello que puede medirse con facilidad. Eso está bien mientras resulte posible hacerlo. El segundo paso es dejar de prestar atención a lo que no puede medirse fácilmente, o adjudicarle un valor cuantitativo arbitrario. Eso es artificial y engañoso. El tercer paso es suponer que lo que no se puede medir no es importante. Eso es ceguera. El cuarto paso es decir que lo que no se puede medir no existe. Eso es suicida”.

A la hora de buscar una conexión entre medición y gestión, el método habitual (cada vez más controvertido) es vincular la remuneración con el desempeño. Lamentablemente, la mecánica para relacionar el sueldo con el desempeño resulta difícil de establecer eficazmente. Si alguien quiere influir en el desempeño de los individuos a través de la remuneración, por ejemplo, tendrá que evitar que los paquetes de incentivos sean demasiado complicados.

Pero lo cierto es que la mayoría de las funciones de los miembros del equipo directivo son complejas, y que quienes ocupan esos cargos tienen docenas de variables bajo su responsabilidad, muchas de las cuales son aparentemente contradictorias. En consecuencia, conectar la remuneración con todos los aspectos del desempeño de esos individuos es una tarea imposible. Por otro lado, vincular los sueldos con una selección de tareas es propiciar una conducta disfuncional, ya que esas personas se verán tentadas a poner el foco en aquellos aspectos de sus funciones que aumenten sus ingresos, a expensas de los que no lo hacen.

Por lo tanto, en el momento de establecer objetivos de desempeño para un cargo de nivel alto, lo sensato es poner la mira en las metas corporativas antes que en las personales. Si el negocio funciona bien, al individuo le irá bien. Y este punto nos lleva precisamente al corazón de la gobernabilidad: si lo que se pretende es alinear los intereses de los líderes con los de las empresas que dirigen, hay que asegurarse de que cuando esas compañías funcionan bien, los líderes reciban una recompensa. Sin embargo, la tarea de determinar cuándo un negocio funciona bien es problemática. Definir la rentabilidad es un arte, no una ciencia, en especial porque las ganancias de un año, aunque parezcan significativas, pueden conseguirse a costa de la salud de la compañía a largo plazo.

La mejor manera de conectar la remuneración de un director con los intereses del negocio o de los accionistas es darle acciones, y exigirle que las conserve durante un período prolongado. El efectivo es, por definición, para el corto plazo; la participación en el capital, en cambio, premia el buen desempeño a largo plazo buscado por los accionistas.

¿Preparado para pagar?
Si se propone reclutar o recompensar conocimientos o experiencia, debe estar dispuesto a pagar por ello. Y con dinero en efectivo. Si bien es cierto que las acciones son un componente esperado del paquete de un ejecutivo senior de cualquier empresa —grande o pequeña, cotice o no en el mercado bursátil—, como remuneración son mejores en la teoría que en la práctica. Si se trata de una compañía que cotiza en Bolsa, más allá de que los directores trabajen muy bien, en un mercado con tendencia a la baja el valor de las acciones caerá. Además, es algo presuntuoso suponer que una remuneración basada en acciones alineará a los directores con los accionistas. El problema no radica, necesariamente, en el equipo directivo. Aunque uno suponga que todo lo que quieren los accionistas es un rendimiento decente, ese objetivo es difícil de conciliar con las complejas decisiones que los directores deben tomar cada día, en medio de incertidumbre, riesgos y presiones.

Dar y recibir acciones de una compañía que no cotiza en Bolsa también tiene complicaciones. ¿En qué circunstancias y a cuánto podrían venderse esos papeles? Es probable que un nuevo miembro del equipo directivo, al recibir un paquete de acciones como parte de su remuneración, piense de inmediato en una estrategia financiera que le permita convertirlo en efectivo, lo cual posiblemente tenga muy poco que ver con los intereses de los otros accionistas. En el mejor de los casos, la remuneración basada en acciones podría forzar un debate sobre la alineación de los objetivos personales y corporativos, pero no garantizará la alineación. Y hasta es posible que genere lo opuesto. Como afirma un analista: “Si usted quiere que los directores actúen en defensa de los intereses de los accionistas, quíteles las acciones de la compañía”. Menos extrema es la percepción de que muchos dueños de compañías apelan a la remuneración basada en acciones como una estrategia para no pagar sueldos de mercado.

En años recientes, los ejecutivos han recibido opciones de compra de acciones como un componente importante de sus paquetes de remuneración. Dado que una opción sólo se convertirá en acciones si el negocio aumenta de valor, el esquema es significativo exclusivamente para quienes están en condiciones de imaginar un momento en el que podrán venderlas.

Pero la verdad es que ni las compañías que conceden opciones, ni los ejecutivos que las reciben, piensan en ellas como en un mecanismo que permite alinear los intereses de los accionistas con los del negocio. Cuando las opciones se hunden (es decir, cuando el precio de los papeles sujeto a la opción disminuye de valor hasta un punto en el cual sería más barato comprar las acciones en el mercado que a través de la opción), algunas compañías se apresuran a fijarles un nuevo precio, con el argumento de que los directivos siguen necesitando “un incentivo”, aunque su desempeño sólo haya dado como resultado una baja en el precio de las acciones.

Este tipo de medidas demuestran que, para muchos, una opción es, en realidad, una gratificación atada al desempeño, pero diferida, aunque se la disfrace de mecanismo para alinear a los managers con los accionistas. Y, como pasa con la mayoría de los engaños, a menudo no consigue sus objetivos.

Premio al mal desempeño
Si el desempeño de un directivo no justifica una gratificación, no tiene que recibirla. Que una compañía crea que debe otorgar premios, a pesar de un mal desempeño, sugiere que el sueldo básico no es el correcto y que las opciones se usan como una excusa para no pagar lo que corresponde, que la remuneración está conectada con una medida incorrecta del desempeño, o que la recompensa no está atada al desempeño. Por lo tanto, fijarles un nuevo precio a las opciones produce el efecto de separar a los ejecutivos de los accionistas, no de alinearlos.

Gran parte del alboroto respecto de las remuneraciones no se ha generado por la naturaleza de la retribución otorgada, sino por su monto. Cuando un individuo gana en una compañía que cotiza en Bolsa las cifras que percibía, por ejemplo, Richard Fuld, ex director ejecutivo de Lehman Brothers (tras su paso por la firma se llevó US$ 500 millones), aun cuando gran parte de la remuneración sea bajo la forma de acciones, es engañoso sugerir que sus intereses eran similares a los de los accionistas. En realidad, a Fuld se lo remuneró a expensas de los accionistas.

Consideremos, a manera ilustrativa, el código del Consejo de Informes Financieros del Reino Unido, al que se sujetan las empresas que cotizan en la Bolsa de Londres. Allí se afirma: “Los niveles de remuneración deben ser suficientes para atraer, retener y motivar a los ejecutivos con las habilidades requeridas para dirigir a la compañía con éxito, pero hay que evitar pagar más de lo necesario para ese propósito. Una proporción significativa de la remuneración de los presidentes ejecutivos debe estructurarse de modo tal de vincular las recompensas con el desempeño corporativo e individual”.

Cada elemento de esta receta es válido. Sin embargo, plantea algunos interrogantes. ¿Qué significa “suficiente”? ¿En qué nivel una compañía está pagando “más de lo necesario”? ¿Qué es “una proporción significativa”? ¿Las cosas realmente funcionan bien cuando se vincula el desempeño con la recompensa?

¿Un problema insoluble?

Lo concreto es que remuneración sigue siendo una cuestión extremadamente compleja de resolver para los responsables de crear marcos de gobernabilidad corporativa. Pero, como están obligados a encarar el tema, esos individuos deben:

La tarea de determinar los niveles adecuados de remuneración en una empresa recién nacida tiene sus propios desafíos. El sueldo del primer director de finanzas, por ejemplo, puede parecer algo caro. Es muy probable que hasta sea el empleado mejor pago. Y no es cuestión de limitarse a explicar ese mayor nivel salarial con el argumento de que “los contadores son caros”. El emprendedor que inicia un negocio está motivado por algo más que el dinero, pero cualquier gerente senior que ingrese a la firma tiene otros intereses. Casi en forma inevitable, el dinero significará más para él. Algunas empresas dirán que no pueden afrontar el sueldo de un buen director de finanzas, y postergarán su contratación. Pero, cuando lo hagan, será demasiado tarde, porque el control del elemento más importante de la gobernabilidad del negocio estará en manos de alguien sin los requisitos para el cargo y que es incapaz de aportar valor.

Muchos emprendedores buscan maneras de estructurar un paquete de remuneraciones que le permita a la firma conservar el pastel, mientras el candidato tiene la ilusión de comerlo. Por lo general, dar opciones o acciones a los directores se considera un medio para convertirlos en personas muy ricas. En las pequeñas empresas, es más probable que se trate de una excusa para no pagarles lo que corresponde.

Pero hay algo más. La gente suele olvidar que la gestión del desempeño no se limita a la remuneración. Todo esquema de gobernabilidad incluye, además, la evaluación, la capacitación y el desarrollo de carrera, así como formas de reconocimiento no monetario, entre las que se cuentan títulos, estatus y autoridad. Sin duda, el costo de no contemplar esos aspectos es más alto que la inversión necesaria para ponerlos en práctica. <

Rupert Merson: es profesor de Management Internacional y Estratégico en la London Business School.
Escribió Rules Are Not Enough: The Art of Governance in the Real World (Profile Business, 2010)

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