Pacto con el diablo

"En las empresas, el gerente que no esté dispuesto a asumir su responsabilidad personal en la toma de decisiones, se quedará sólo. Cómo hablarle del mar a un sapo que nunca salió de su charco?”, se pregunta Peter Koestenbaum, con una historia de 24 años enseñando filosofía y varias décadas de consultoría en liderazgo.

A su criterio, el secreto del nuevo liderazgo está en la capacidad de los ejecutivos de transformarse, de saltar los límites tradicionales y repensar el significado del poder. “Es necesario un cambio radical de la mentalidad de quienes tienen alguna responsabilidad en la toma de decisiones empresarias, sobre la base de cuatro pilares: la visión, la realidad, la ética y el coraje.” Lo más radical de su postura está en que Koestenbaum “baja” esa responsabilidad al terreno individual a tal punto que todos y cada uno deben hacerse cargo de sus acciones, con lo que reformula la distribución del poder. El nuevo contrato social entre la empresa y sus empleados la separa de su antigua función de fuente de validación de todo lo que ocurra en su área de influencia, y les devuelve a las personas —más allá de los cargos— voluntad y libertad de asumir riesgos y decidir. Ahora bien, dice Koestenbaum, “no creo que todo el mundo esté listo para comportarse según esos parámetros”. Sobre todo cuando se trata de actuar sin la red corporativa como red para amortiguar los golpes o justificar las decisiones. Los puntos débiles en este esquema son, entonces, la ética y el coraje. Para ganar fortaleza, Koestenbaum propone exigirse en el salto y arriesgarse a conocer la vida fuera de la laguna. Contra la tradición casuística y la exposición abstracta, parece sugerir que la mejor escuela ética es la de la toma de decisiones individual y responsable.

¿Es posible instrumentar en las empresas esta suerte de “autonomía ética”?
Dada la forma de pensar generalizada en el mundo de los negocios, es muy difícil. Por lo general, las personas que trabajan en grandes corporaciones son dependientes, no tienen espíritu emprendedor o entrepreneur, no son autónomos ni confían en sí mismos. La explicación de esa actitud es simple: “Trabajo en esta gran organización, que velará por mí.
Haré lo que me digan, les daré mi vida, sacrificaré a mi familia y, a cambio, me cuidarán”. Pudo ser así hacia el final del siglo pasado, o antes de la segunda guerra, pero ya no lo es. Las grandes compañías son atractivas —lo viví personalmente con IBM—, despliegan un sinfín de beneficios: en ese caso, un campus maravilloso, una cafetería espectacular, excelentes instalaciones, un buen plan de retiro. La empresa era como una madre. Pero la nueva economía cambió todo: ahora estamos solos, sin estar listos. Ni las empresas, ni los individuos. Esa transformación es la verdadera cuestión ética que hoy debiera preocupar a los ejecutivos. Es estrictamente necesaria para que la gente esté a la altura de las exigencias del nuevo orden, que no sólo es global, competitivo, y altamente tecnificado, sino también indiferente a los sentimientos legítimos y capaz de decir “lo contrataremos siempre y cuando lo necesitemos”. Como sujeto ético, el hombre está cada vez más solo.

¿Cuál es el camino para integrarlo a la empresa?
Antes que nada hay que convencer a la gente de que, en el sentido expuesto, estar solo, depender de uno mismo, es bueno. Es lo que el mundo de los negocios hoy demanda, es lo que la vida exige. Hay que capacitarse para estar en condiciones de responder a ese desafío. Empezando por aceptar que al dejarnos solos, las empresas han violado aquel contrato “psicológico” previo por el que se comprometían a cuidarnos, que resultaba tan cómodo. Tal como le ocurrió a Fausto, que veinte años después descubre el verdadero significado de venderle el alma al diablo.
Esa traición es parte clave de esta nueva economía. Como consecuencia, el segundo paso es enseñarle a la gente a superar su proclividad a depender, esa tendencia a mirar a la empresa en que trabaja o al Estado, como la madre y el padre. Nuestra obligación como individuos es crear una sociedad sana alrededor de ciertos valores éticos que consideramos inmutables.
Una forma de acercarnos a ese nuevo papel que se nos exige es a través de lo que he dado en llamar “efecto binocular”. Es innegable la traición de la brutalmente competitiva economía de hoy; pero también es indiscutible que garantiza la oportunidad de aprender a ser uno mismo,
de pararse en los propios pies, de ser emprendedor. Como en los binoculares, lentamente, las dos imágenes separadas se funden en una. Se trata de crecer, hacerse cargo de la propia vida y abandonar ese concepto paternalista de empresa, de la fiesta en la oficina para el día de cumpleaños, de las reuniones de la tarde en la cafetería y esas “delicias” de la vida corporativa
que terminan por generar cada vez mayor dependencia. Hay que tomar la iniciativa y cambiar el contrato en lugar de esperar el despido para tomar conciencia de la traición y, sin quejas, transformarnos en un ser humano libre y maduro.

¿Eso significa que serán los individuos los encargados de fijar los estándares éticos?
Suena bien que así sea. Pero la naturaleza de la nueva economía, totalmente insensible a los valores y necesidades humanas, genera una extrema tensión entre los individuos. Si bien la libertad resultante de este nuevo contrato es valiosa, también es cierto que si uno no se ocupa de uno mismo, de lo que tiene que resolver en la compañía en la que trabaja, no tiene mayores oportunidades de sobrevivir. De alguna manera se plantea una paradoja. Por un lado, a la necesidad de crear riqueza global y nacional, se suma la obligación —y la oportunidad— de crecer que impone a cada individuo. Esas dos “puntas” constituyen buenos puntos de partida para consolidar y sostener valores. Si se genera riqueza, se puede esperar una sociedad más ética, que elimine la pobreza y la ignorancia, porque tiene los medios para hacerlo. Pero, por otro lado, más allá de esa oportunidad que abre, la generación de riqueza no elimina mecanismos que, podría decirse, siguen siendo inmorales. Si uno compra acciones, no se hace preguntas éticas, sólo financieras.
Son pocos los que usan la sustentabilidad como criterio y sólo compran acciones de compañías que respetan ciertos criterios éticos, por lo general, relacionados con el medio ambiente. La mayoría mira los resultados, la calidad del management y, si todo está bien, compran. No se preguntan por las empleadas embarazadas, si alguna es madre soltera, o cuál es la política de la empresa en cuanto a los infectados con HIV. Hay una gran ambigüedad ética, una paradoja, casi una polaridad. Admito que el objetivo es “ganar”, pero para mí ganar no sólo significa riqueza, también incluye valores. Nada obsta a perseguir lo uno sin sacrificar lo otro. No se pueden separar. Si cada uno hace su trabajo según las más estrictas normas éticas, la riqueza personal será tan impecable como la de la empresa. Y la de la nación. El peligro surge justamente cuando se las separa.

Por lo tanto, ambos conceptos no son excluyentes, como se solía afirmar.
Cualquier empresa lleva adelante su negocio para crear valor para los accionistas. Es la obligación de sus líderes, para eso se los contrata y se 130 les paga. Lo importante es que entiendan ese “efecto binocular” que mencioné. El mundo de los negocios está lleno de dicotomías. ¿Cuánto tiempo dedicar a la familia, y cuánto al trabajo? En realidad, no se pueden hacer concesiones en valores de tal importancia. Por lo tanto, elegir no es la solución. Creo que una empresa dedicada exclusivamente a ser ética fracasaría en esta nueva economía brutalmente competitiva: destinaría demasiados fondos a áreas no rentables. En el extremo opuesto, las empresas guiadas sólo por las ganancias se comportarán tan antiéticamente que el mercado terminará por condenarlas. Por eso, creo que los binoculares constituyen una excelente metáfora: dos lentes que enfocan distintos puntos y se regulan hasta que gradualmente ambos coincidan. Lo mismo habría que lograr con los valores y la riqueza.

¿Es posible entrenar a la gente, motivarla para que oriente sus decisiones de esa manera?
Esa es la cuestión ética del momento. La única manera de crear una empresa de este tipo es contando con líderes que entiendan y apliquen estas reglas. Más allá del beneficio para la empresa, esos nuevos líderes, visionarios, realistas, éticos y valientes a la hora de tomar decisiones y asumir responsabilidades serán más valiosos en el mercado. Es una opción; mantenerlos dependientes los hace menos confiables, en consecuencia, recibirán menos información y, por ende, tomarán peores decisiones, lo que alimenta el círculo vicioso. Las mejores empresas se destacan por su compromiso con el liderazgo, por la cantidad de personas decididas a convertirse en mejores líderes.

¿Están los ejecutivos de hoy dispuestos a dejar que esa multiplicidad de líderes “emerja”?
Los verdaderos líderes no sólo lo aceptarán sino que lo promoverán. Los que no lo hagan ni siquiera merecen ser llamados líderes.

¿Es un problema de aprendizaje? ¿Se resuelve con capacitación?
No es sencillo. En realidad, no son muchos a los que se les ha dado la oportunidad de crecer de la que hablamos. Las empresas parecen no haber tenido en cuenta la importancia de la promoción del comportamiento ético en sí. A menudo, se limitan a redactar un código. Pero eso
no alcanza. Remontándonos a la ética pura, para entender esa responsabilidad individual y analizar la posibilidad de aprender a asumirla, un camino es repasar las implicancias del concepto de “pecado original”. Heredamos cierta falta de compromiso con lo que realmente somos, y la vida tiene por objeto recuperar el sentido de ese compromiso. Aunque no estén en condiciones, directores, gerentes o empleados administrativos, en realidad, no tienen otra alternativa que trabajar en ese sentido. Ese es el significado de la vida. Nadie lo dijo mejor que Confucio: la salvación no es la meta, ser ético es el objetivo último. A las personas éticas no las motiva el miedo o el placer, tampoco la vida eterna.

Y el mundo de los negocios les plantea más de un dilema.
Es cierto. Pero no hace sino ofrecerles oportunidades en ese camino. Ante cada desafío, con cada eventual ruptura del orden establecido, tendrán la opción de tomar decisiones éticas a la altura de las circunstancias. Hay que encontrar la forma de alentar a esos individuos a crear un mundo más rico y empresas más éticas, o sea, riqueza y valores juntos. Es verdad que lograrlo exige la concurrencia de múltiples esfuerzos. Ninguno debería jugar en contra de los objetivos del negocio. La responsabilidad de cada uno por el destino del todo, en uno y otro sentido, es fundamental.
Primero, para generar riqueza. En segundo lugar, para, a partir de esa riqueza, ocuparse de resolver cada vez más cuestiones éticas. Aunque resulte perturbador, la presión hacia un esquema de ese tipo será económica: la gente no saldrá de la pobreza mientras no asuma sus responsabilidades personales. Puede parecer descorazonador, pero es un hecho que si uno no se cuida a sí mismo, no vela por su educación, condiciones de vida, sentimientos e intereses, nadie lo hará. Es urgente subrayarlo. Cada paso que avancemos hacia la responsabilidad individual, es un paso en la dirección correcta.

Peter Koestenbaum. Fundador y Director de PiB y del Koestenbaum Institute que enseña estudia la filosofía del liderazgo. Actualmente, busca establecer el programa Leadership Diamond(r), un programa completo de conciencia de liderazgo. Se instruyó en física, música y sobre todo en filosofía, habiendo obtenido títulos de Stanford (en física y filosofía), de Harvard (en filosofía), y de la Universidad de Boston (en filosofía) – (Licenciado, Magíster y Doctor, respectivamente), pero también asistió a la Universidad de California (Berkeley, en música y filosofía).
Fuente: Inermanagers México

Salir de la versión móvil